Tiendo a pensar, de tanto hacer ficción, que todo pasa por algo y para algo. Pero me parece justo –porque la inteligencia que va escribiendo los días es equívoca– que tantas personas piensen que cada giro de cada trama es un saldo del azar. Y en últimas, más allá de si las cosas ocurren o tenían que ocurrir, lo que queda es la interpretación serena de los hechos. El otro día, cuando le preguntaron por el escalofriante atentado que le hicieron en Butler, Pensilvania, el descabellado Donald Trump soltó esta sentencia: “Dios me salvó para que yo pueda salvar el mundo”. Pero si uno tiene fe en el futuro seguramente está esperando que Trump se haya escapado de la muerte, por poquísimo, para que no sea el eterno mito de los conspiranoicos, sino otro déspota derrotado por la democracia.
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Bucle)
Ya sé que estamos hartos de estos tiempos paródicos que nos han devuelto a la guerra. Ya sé que aún estamos digiriendo que, en una sola jornada, Petro haya llamado a la clase obrera a defendernos del paro y haya replicado la denuncia de la compra del software Pegasus. Pero no se pierde nada pensando para qué nos ha estado sucediendo lo que nos ha estado sucediendo.
Veamos, precisamente, el ejemplo de Colombia. El domingo 19 de junio de 2022, luego de una campaña sórdida que se dio entre las ruinas de una pandemia, un estallido social, un recrudecimiento de la guerra y uno de los gobiernos más malos e infantiles que yo recuerde, el dramático Petro le ganó al inverosímil Hernández la estrecha segunda vuelta de las elecciones presidenciales –fueron 11’291.987 contra 10’580.412 votos–, y resultó así para que la ciudadanía afinara lo que piensa sobre la vida empinada en este país: para que nos demos cuenta de lo sectarios e insensatos e improvisadores que podemos ser a lo largo y lo ancho del espectro político, y para que reconozcamos con humildad que hacer política no es prevalecer, sino reconciliar: ser serio.
Gobernar no es agitar ni arriar. Gobernar no es rodearse a la brava ni atrincherarse ni espiar.
Para qué ganó Petro: para que de su presidencia en adelante la justicia social –o sea la inclusión, o sea la equidad, o sea el reconocimiento político, o sea la convivencia de las visiones del país, o sea la democracia– sea el centro de todo gobierno, pero también para que las causas más urgentes e importantes de la república no vuelvan a caer en manos de divagadores temerarios, de abusadores verbales, de émulos de los rebeldes de la historia, de estigmatizadores sin escrúpulos que pierden no solo la cabeza para liderar el vital día a día del Estado colombiano, sino el corazón para recordar a tiempo que ninguna propuesta de futuro tiene sentido –ni la Paz Total ni la reforma del sistema de salud tienen sentido– si se sacrifica el presente, o sea la vida, de la gente.
Para qué perdió Hernández: para que luego de aquella elección presidencial con aires de callejón sin salida, que fue el pulso de la reivindicación política con el pavor a que terminara siendo otra venganza, el pulso de los ideales sin forma con los pragmatismos sin fondo, ni los unos ni los otros volviéramos a despreciar esa tarea de vida o muerte que es la tarea de gobernar. Gobernar no es agitar ni arriar. Gobernar no es rodearse a la brava ni atrincherarse ni espiar. El ingeniero Hernández, que murió esta semana para mostrarnos lo extraño que ha sido este periodo, habrá de ser interpretado en privado por su gente, pero en público seguirá preguntándonos si vale la pena votar por cualquier fiscalizador de “la robadera” –cualquier Trump que devalúe la providencia- con tal de desquitarse de los políticos babosos.
Favor no votar por nadie que se atreva a hablarnos de salvarnos. Favor votar por alguien que sepa que gobernar, tan prosaico, tan impopular, es lo que toca cuando se ganan las elecciones.