Reiteremos que los asuntos públicos no se deberían resolver al calor de las emociones de gobernantes y políticos –lo cual sigue siendo frecuente–, sino previo un reposado estudio y análisis acerca de los fundamentos, efectos, dificultades, legalidad, conveniencias e inconveniencias de lo que se propone o discute. Lo hemos dicho antes y seguimos pensando que así debe ser, ya que, al fin y al cabo, está de por medio el interés colectivo. Por cada paso y decisión se asumen responsabilidades.
Dice el diccionario que reflexionar significa “pensar atenta y detenidamente sobre algo”.
Los días santos son días de reflexión, y vale la pena suscitar algunas sobre dos asuntos de actualidad:
– La propuesta presidencial de convocar una asamblea constituyente –modalidad de reforma constitucional prevista en la carta política de 1991, al lado del acto legislativo y del referendo– no es exótica, no es de suyo tiránica o dictatorial –como algunos han dicho–, ni es la primera vez que se formula. Basta recordar que, en 2020, ante la decisión de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia de imponer medida de aseguramiento contra el expresidente Uribe, su partido proponía una asamblea constituyente, “con el propósito de despolitizar la justicia y recuperar la confianza en las instituciones del Estado”.
Pero, desde luego, una propuesta de semejante magnitud no debe surgir de improviso, en medio de un discurso en plaza pública, sin haber sido previamente considerada en sus propósitos, en sus alcances, en su oportunidad o necesidad, en su viabilidad, a la luz de los requisitos exigidos.
Un análisis objetivo sobre la actual situación política nos muestra que la convocatoria resultará difícil, por no decir que inviable, si se tiene en cuenta que las normas vigentes exigen, además de una ley expedida por el Congreso con mayorías calificadas, la revisión previa de la Corte Constitucional, la votación popular por mayoría de la tercera parte del censo electoral y, si es aprobada, la elección de los constituyentes y la suspensión de la facultad ordinaria del Congreso para reformar la Constitución. Si el Gobierno no ha podido contar con las mayorías para sacar adelante sus más importantes proyectos de ley, debido a habilidosas maniobras de bloqueo –que son criticables, por irracionales e ilegales, pero existen–, resultará muy difícil que las alcance para una constituyente, de conformidad con las reglas vigentes.
Por otra parte, una asamblea constituyente no se puede proponer en abstracto. Es indispensable señalar el contenido de los proyectos de reforma, y sustentar a plenitud los posibles cambios. ¿Qué disposiciones de la Constitución vigente serían modificadas y por cuáles motivos? Recordemos que esta coyuntura es muy distinta de la que dio lugar a la convocatoria de la Constituyente de 1991. El pueblo se había manifestado en las urnas y se debía cumplir su mandato; los delegatarios elegidos actuarían sobre toda la Constitución de 1886 y sus reformas –la Corte Suprema había declarado inexequible el temario previsto en el Decreto 1926 de 1990–, al paso que hoy no se trata de sustituir la Constitución, o de expedir una nueva, sino de ejercer el poder de reforma.
– Merecen reflexión, porque generan dudas, las denominadas ‘vacas’ que se han iniciado en Antioquia y, al parecer, se extenderán a otros departamentos. ¿Sería aceptable, si fuese cierto lo informado, que ingresen dineros de origen ilícito al tesoro público? ¿Qué exigirán a cambio esos aportantes? ¿Si, en adelante, ya no serán recursos privados sino públicos, a qué título ingresan al presupuesto departamental? ¿Tanto esos ingresos como los gastos deberían estar previstos en el presupuesto departamental? ¿De acuerdo con el artículo 330 –numeral 4– de la Constitución, no es la Asamblea la competente para decretar, mediante ordenanza, “los tributos y contribuciones necesarios para el cumplimiento de las funciones departamentales”? ¿Y el control fiscal?
Reflexionemos.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO