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Ojalá el informe final llegue a todos los salones de clase como llegaba el periódico al nuestro.

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Cuando yo tenía 13, 14, 15 años, o sea la edad de darse cuenta de la farsa, nos daban una clase de historia en la que sobre todo leíamos el periódico. La historia es una noticia. La historia es una advertencia. Y leer EL TIEMPO, mientras mataban candidatos presidenciales, exterminaban a la Unión Patriótica y disparaban a los policías en los semáforos en rojo, no era visto por los padres de familia como un gesto “sesgado” ni “ideológico”, pues nadie podía negar –ni siquiera aquí en Bogotá– que estábamos viviendo entre la guerra: de vez en cuando salíamos abruptamente del salón para poner en marcha un simulacro de bomba, por ejemplo. Si el Gobierno nos hubiera pedido que leyéramos el informe final de la Comisión de la Verdad sobre nuestro conflicto nos habría parecido la cosa más lógica del mundo.
(También le puede interesar: Extremistas)
Ya solo quedan horas para que se acabe esta presidencia que fue si acaso una gerencia: Duque se aleja por el malecón, de gafas oscuras y dispuesto a repetir una y mil veces sus balances de comisionado de Ciudad Gótica, de ministro, como otra figura trágica empeñada en darse su propia importancia, como otra prueba de que no hacemos la historia sino que somos hechos por ella. Incluso el Papa pide perdón por la barbarie de su Iglesia. Pero aquí hubo que esperar cuatro años brumosos, del martes 7 de agosto de 2018 al domingo 7 de agosto de 2022 –cada 7 de agosto se celebra en Colombia la victoria de un ejército de pobres, de criollos, de mestizos, de negros y de indígenas–, para volver a un Estado viejo, curado de espantos, que no solo entienda las noticias, sino que no tema a la verdad.
Ojalá las profesoras sigan preguntándoles a sus alumnos “¿qué es un falso positivo?”, “¿por qué es tan necesario que se sepa la verdad de lo que pasó en el conflicto armado?”.
Ojalá el informe final de la Comisión, con sus miles de páginas escuetas e incontestables sobre la guerra en los territorios, en las aguas, en las etnias, en los exilios, en los cuerpos, que aún no han sido leídas por sus críticos feroces, llegue a todos los salones como llegaba el periódico al nuestro. Ojalá las profesoras sigan preguntándoles a sus alumnos “¿qué es un falso positivo?”, “¿por qué es tan necesario que se sepa la verdad de lo que pasó en el conflicto armado?”. Ojalá sean escuchadas las lecturas en voz alta que está liderando la periodista María Camila Díaz: “Para ellos el río era el cementerio”, “hubo muchas niñas violadas”, “no existe venganza para nosotros”, “si un mamo es asesinado la Madre Tierra se encarga de defenderlo”, “el cuerpo humano se va, pero la palabra nunca va a desaparecer”, leímos este lunes.
Ojalá escuchen a aquel militar confesándose ante la JEP: “Cuando yo iba a asesinar al soldado Montero se me fue una ráfaga, doctor”, reconoció tragándose las lágrimas, “y con el dolor del alma, porque la familia está aquí, lo dejé sin cabeza”.
El novelista británico H. G. Wells imaginó en 1899, en Cuando el dormido despierte, que la civilización llegaría al siglo XXII convertida en una carrera entre la educación y la catástrofe: “La verdad es la mejor de nuestras armas”, escribió. Cuando yo tenía 16 años, o sea la edad de tropezarse con los otros, nos dieron una clase de todos los viernes sobre la Constitución de 1991 como un pacto de paz: nadie objetó la nueva materia ni su razón de ser porque la guerra no estaba pasando “allá lejos”, sino acá, y era común ver a los padres buscando a sus hijos entre los escombros. Hoy, con los testimonios volando por las redes, todo nos pasa aquí en frente. Hay que estar durmiendo para negar el horror. Hay que tener mucho miedo –o haber sido hecho de nada– para preferir la catástrofe a la educación.
Que nadie tema más de aquí en adelante. Que cada día sea más claro lo fundamental que es para el futuro de todos, pensemos como pensemos, vengamos de donde vengamos, que se sigan sabiendo las verdades. Y que importen.
RICARDO SILVA ROMERO

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