En el cuento ‘La Orgía’, Germán Espinosa relata la historia de una pareja de la alta burguesía criolla que asiste a una comida de fin de año en unos elegantes aposentos bogotanos. Al principio, el evento no promete ser nada distinto a una velada de ‘buenas’ costumbres, es decir, plagada de superficialidad, pretensión y aburrimiento. Pero la noche toma un giro inesperado cuando Minelli, un mago y animador de tertulias, desafía las leyes de la gravedad burguesa realizando una hipnosis colectiva que da rienda suelta a los deseos inhibidos de los presentes. De repente, terminan unos burgueses encima de otros rindiendo homenaje al sustantivo que la obra lleva como título.
Traigo este cuento de Espinosa a colación por el escándalo que ha desatado un video en el que se ve al actual alcalde de Calima, Martín Mejía, bailando desnudo en una discoteca vallecaucana. Este ha causado semejante aquelarre que la Procuraduría de Margarita Cabello le ha abierto una investigación disciplinaria. Según el Ministerio Público, Mejía habría cometido “irregularidades” por “hechos de exhibicionismo” y habría demostrado una “conducta inapropiada” por “exhibir sus genitales mientras baila”. Como si fuera poco, en redes sociales, al alcalde no lo bajaron de “cochino”, “degenerado”, “viejo sin vergüenza” y de carecer de “principios morales”.
El veredicto sobre el evento es tan inequívoco como implacable: hemos llegado a semejantes niveles de moralismo y desprecio absoluto por nuestros propios cuerpos que no se nos ocurren más adjetivos para describir la desnudez que “cochino” y “degenerado”. Peor aún, hemos convertido la exposición de nuestros propios genitales en falta disciplinaria y conducta inapropiada. Más vergüenza que exhibir nuestros genitales nos debería dar el haber llegado a semejantes instancias como sociedad.
Tal puritanismo nos ha condenado a vivir dos vidas en simultaneo: una impostora que exhibimos en sociedad, la cual ajustamos a los más altos estándares de etiqueta, y otra, más genuina, donde depositamos nuestros verdaderos deseos y pensamientos que escondemos en una solitaria penumbra, lejos de los ojos de quienes nos rodean. ¡Somos impostores solitarios! De ahí que dependamos de todo tipo de sustancias para anestesiarnos el pudor y, como en la hipnosis de Minelli, sacar a relucir la versión genuina de nuestra existencia, que se ha vuelto cada vez más oscura por el trato que le hemos dado.
Por supuesto que no se trata de defender al alcalde vallecaucano, quien me tiene sin cuidado. Se trata de insistir en la oscuridad, la soledad y la impostura a la que nos hemos sentenciado tratando nuestros propios cuerpos y deseos con tanto desprecio. Será imposible, como bien señalaba Hannah Arendt, construir sociedades justas si seguimos siendo impostores con nosotros mismos. Por lo demás, de lo que se trata la democracia es de construir sociedades humanas gobernadas por humanos; del autogobierno. No de que nuestros representantes políticos sean faros morales ni exhiban conductas éticas sobrenaturales. Ese modelo se llamó monarquía y en buena hora lo desechamos. A la postre, sancionar moral y disciplinariamente la exposición de los genitales es muestra del grado de aversión propia al que hemos llegado.
Y hablando de sanciones disciplinarias, la Procuradora parece no contentarse con haber destituido de manera antidemocrática, durante las elecciones, al alcalde que más incomoda al sector político que la puso en el poder, ni con extralimitarse en sus funciones emitiendo una opinión política al describir la reforma laboral como un pliego sindicalista ni con presuntamente haberse reunido con un sector político para que se declarara en oposición. Ahora le suma a su legado la persecución de la desnudez. ¿Dónde está el mago Minelli cuando lo necesitamos?
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO
En Twitter: @vargas_acebedo