En materia de cultura, el legado de la istración Duque se resume en dos palabras: economía naranja. Se trata de un concepto que ha suscitado tanta confusión que el propio Duque ha tenido que explicar que, en realidad, se refiere a las industrias culturales. Sea lo que sea, la economía naranja fue una de las mayores apuestas del saliente gobierno. Tan solo en este sector se invirtieron alrededor de 1,4 billones de pesos. Y, para entender exactamente cuál fue la tan ávida apuesta cultural de Duque, es preciso empezar por explorar el concepto de las industrias culturales.
En el 47, dos de la reputada Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, acuñaron el concepto de las industrias culturales no para promover la economía naranja en la Alemania de la posguerra, sino para resaltar los problemas que trae consigo la industrialización de la cultura; problemas que salen a la luz con la simple agrupación de los dos términos. Mientras que la palabra cultura se refiere a ideas y comportamientos que son propios de un grupo de personas, la palabra industria alude a una actividad comercial en la que se produce un bien o se presta un servicio para ser ofertados en el mercado. Así que las industrias culturales son, en realidad, actividades comerciales en la que se producen ideas y comportamientos para ser comercializados.
Cualquiera, a primera vista, se atrevería a alegar que las ideas y los comportamientos son propios de las personas y no pueden ser ni producidos ni consumidos comercialmente como si se tratara de camisetas estampadas. Pero la experiencia nos muestra lo contrario. Precisamente a lo que se dedican muchas de las profesiones insignia de la economía naranja, como la publicidad y el mercadeo, es a producir ideas y comportamientos para ofertar a los consumidores. Bien es sabido que el mejor publicista es aquel que logra que las ideas y los comportamientos de las personas giren alrededor de los productos que promueve. Mejor dicho, el mejor publicista es aquel que despoja al individuo de su individualidad para transformarlo en consumidor.
Colombia padece de un déficit cultural cuya solución es impostergable: carecemos, de manera dramática, de espacios en los que los diferentes grupos sociales se encuentren de manera no jerárquica.
Los peligros de esta dinámica, como bien señalaron Adorno y Horkheimer, se pueden resumir en dos puntos. Por un lado, la construcción de identidad del individuo queda prácticamente reducida a los productos que consume, lo que se conoce como enajenación, y, por el otro, se erradica la diversidad cultural, en la medida en la que cada vez más personas ajustan sus ideas y comportamientos (es decir, su cultura) al consumo de los mismos objetos, lo que se conoce como homogeneización. ¿Hay, entonces, que deshacerse de las industrias culturales? Para nada. Se trata, más bien, de señalar lo inconveniente que es que un Estado vuelque todos sus recursos culturales en este sentido.
Mientras tanto, Colombia padece de un déficit cultural cuya solución es impostergable: carecemos, de manera dramática, de espacios en los que los diferentes grupos sociales se encuentren de manera no jerárquica. Por supuesto que las diferentes clases sociales se encuentran a diario, pero solo lo hacen por medio de relaciones jerárquicas, como las de empleado-empleador o empleado-cliente. Y la mejor herramienta con la que contamos, además de la educación y del transporte público, para generar este tipo de espacios es, precisamente, la promoción de eventos culturales ofrecidos por el Estado. El mercado no puede suplir este vacío porque, por su propia naturaleza, solo está en capacidad de ofrecer actividades culturales que jerarquizan, en la medida en la que su está restringido a la capacidad adquisitiva de los ciudadanos.
Total, los recursos culturales del Estado no pueden dirigirse exclusivamente hacia la promoción de espacios que enajenan, homogenizan y profundizan las jerarquías sociales. Hacer lo contrario, por supuesto, cuesta, pero 1,4 billones me parecen un buen lugar para empezar.
SANTIAGO VARGAS