Lo sabe cualquiera que haya tenido una molestia de salud que, por descuidarla, se convirtió en algo más grave, cualquiera que no haya parado a tiempo las pérdidas de su empresa o cualquiera que haya subestimado una diminuta fuga de agua en su apartamento. Los problemas no desaparecen por ignorarlos, sino que se incuban, se malignizan y cualquiera día regresan convertidos en algo monstruoso. Como los zombis en el cine. El médico hace un diagnóstico descorazonador; el contador anuncia que no hay plata para pagar la luz; el vecino de abajo toca la puerta furioso porque se le vino el cielorraso encima.
Esa es, por supuesto, la historia de los males de Colombia: comienzan pequeños, no nos ocupamos de ellos a tiempo y con los años se engordan y envilecen. Entonces decimos, para sonar elegantes, que son ‘estructurales’, que es una forma sofisticada de expresar la impotencia. Pero todo problema estructural fue una vez una gotera que nadie se tomó el trabajo de reparar.
Uno de ellos es la cuestión de la tierra: su tenencia, su uso, su distribución, su protección por parte del Estado. Desde luego, no es algo que venga de ahora, es justamente uno de esos líos que por no enfrentarlos antes ha ido hinchándose y agriándose. En las últimas semanas, sin embargo, se ha multiplicado una de sus manifestaciones más dañinas.
¿Por qué justo ahora parece haber una explosión de ocupaciones de predios? Tal vez los invasores hayan malentendido –cierto es que muchos no la entendimos– aquella expresión del Presidente en campaña: la “democratización” de la tierra. En Neiva, por señalar un caso, un terreno invadido fue denominado ‘Asentamiento Petro’ por sus ocupantes.
Sean cuales sean las razones, la Defensoría del Pueblo relata 108 ocupaciones ilegales, varias promovidas por el crimen organizado. En otros casos, la invasión se puede entender como la expresión de justas reclamaciones sociales, consecuencia de la pobreza y la desatención del Estado. Pero el Gobierno debe hallar la forma de atender esos reclamos sin afectar la propiedad privada legítimamente adquirida de los demás, como sucede en cualquier país serio del mundo. Eso incluye la restitución de tierras que hayan sido arrebatadas violentamente a sus dueños por grupos armados.
Si yo fuera sujeto del impuesto al patrimonio que extenderá la reforma tributaria, como deben serlo algunos dueños de los predios invadidos, le reclamaría indignado a ‘papá Gobierno’: “¿Tras de que no proteges mi patrimonio me lo piensas gravar?”. Como siempre, sin embargo, los pobres saldrán más perjudicados que los ricos. Las consecuencias de desproteger la propiedad privada, que ampara la Constitución, se miden en puntos porcentuales de miseria. ¿Quién va a querer trabajar o invertir en una jurisdicción que no interviene para evitar que cualquiera se apodere de un terreno o inmueble que no le pertenece?
Digo también inmueble porque, como informó EL TIEMPO esta semana, el problema de las ocupaciones ilegales ya se encuentra en las ciudades. Esa es otra consecuencia de no hacer nada: que el mal ejemplo cunde.
No basta con que el Presidente y sus ministros digan que los invasores tienen 48 horas para retirarse. En la mayoría de las ocupaciones la Policía no hace nada y, cumplido el plazo, se consuma el expolio, pues pasarán décadas antes de que la justicia actúe. En muchos casos serán los herederos de los dueños quienes conozcan el dictamen favorable o desfavorable de los jueces. Como dice el meme de Pacheco: “¡Ya pa’ qué h...!”.
Pero lo peor ni siquiera es eso, sino que cada nuevo abuso estira más la cuerda de la concordia. Hasta que se rompa. El Gobierno está a tiempo de desactivar el polvorín, pero debe actuar con más decisión de la que ha mostrado hasta ahora.
THIERRY WAYS
En Twitter: @tways