Nunca me imaginé que en menos de dos meses de mandato el Presidente de la República fuera a terminar enredado en un lío de sábanas. A pesar de que vivimos en un país en el que cada vez se corren más las líneas que separan lo personal de lo profesional, y en el que la privacidad ya no se respeta, no me pasó jamás por la cabeza que un asunto de esos pudiera alcanzar semejantes dimensiones.
No nos digamos mentiras: aquí los chismes son pan de cada día y (casi) nadie está exento de que lo involucren en alguna historia que termine salpicándolo a uno, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo o a su familia. Y la cosa, desde luego, es mucho más complicada desde que las redes sociales empezaron a formar parte de nuestra vida. Como es bien sabido, en Twitter, Facebook, Instagram o WhatsApp se inflan egos, se cocinan romances, se derrumban reputaciones, se denuncian affaires, se destila envidia, se vende humo, etcétera. Y, por lo visto, ya ni siquiera los mandatarios están a salvo.
Pero la cosa no queda ahí. Lo más grave es que ahora los medios tradicionales, dedicados a chuparle rueda a lo que pasa en el mundo virtual, ya no tienen inconveniente ni escrúpulos a la hora de reciclar, ventilar, reencauchar y hasta fusilar muchas de estas historias, sin medir el impacto que las mismas puedan causar entre la audiencia. O, peor aún, buscando que esas audiencias muerdan el anzuelo y hagan clic, den likes y, en fin, alimenten el algoritmo para mejorar sus registros de visitantes, s únicos y demás.
Las andanzas de los anteriores ocupantes de Palacio no se pueden esgrimir como justificación para los posibles deslices del nuevo presidente.
Y, quién lo creyera, esas historias que en istraciones anteriores, con otros presidentes, no se registraban tan minuciosamente en los medios, en esta ocasión han suscitado un interés extraordinario. Al ver cómo todo el mundo habla de lo mismo en los periódicos o en los portales ‘informativos’, uno se queda pasmado. Resulta inexplicable que noticias como la anexión de una tajada de Ucrania por parte de los rusos o las cruciales elecciones en Brasil acaben eclipsadas por un lío de sábanas en la casa presidencial.
En serio: ¿no hay nada más de qué hablar? ¿Por qué no fisgoneaban con tanta dedicación a los que antecedieron a Gustavo Petro? ¿Acaso eran todos inmaculados? Hasta donde recuerdo, Santos no ha habido sino dos, y también debieron cometer sus pecadillos, como cualquier ser humano, pero de ellos no se habla; y de los demás presidentes, ¡tampoco! ¿Será que ellos solo se dedicaban a organizar cumbres de Estado, recibir embajadores, firmar decretos, repartir puestos, leer discursos y presidir consejos de ministros? Mmm...
Dicho lo anterior, quiero dejar en claro que las andanzas de los anteriores ocupantes de Palacio no se deberían desempolvar para justificar los posibles deslices del nuevo presidente, que terminó en el ojo del huracán por culpa de sus asesores o colaboradores bisoños, que no han sabido cuidarle la espalda.
Claro que, viéndolo bien, si este es ‘el gobierno del cambio’, me parece hasta lógico que esa promesa incluya también el consabido cambio de sábanas, que tiene a Petro en medio de un escándalo mediático de exageradas proporciones. Es más: creo que cualquiera de nosotros, si se mudara a una casa amoblada, en la que va a vivir cuatro años con su familia, lo primero que haría sería cambiar las sábanas. Y las cobijas y las almohadas. Incluso, los colchones; por si los antiguos s eran de malas pulgas.
Eso sí, una cosa es renovar la ropa de cama y otra, bien distinta, es incurrir en gastos ostentosos o comprar cosas innecesarias o adquirir productos poco amigables con la naturaleza, olvidando de paso el cacareado discurso ambientalista que, por momentos, parece letra muerta. Aquí ya no estamos hablando de falta de austeridad, sino de absoluta incoherencia.
VLADDO
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