Salta a la vista, en estos días de balances del año, una noticia tan reveladora como estremecedora –que puede, además, cambiar el mundo del arte– de hace un par de semanas nada más: la noticia como de película de ciencia ficción de que una pintura titulada A. I. God, creada por el robot humanoide Ai-Da, fue vendida por más de un millón de dólares en una subasta que tuvo lugar en la vieja casa Sotheby’s de Londres. Ya era escalofriante el hecho de que una máquina pudiera llamarse a sí misma pintora. Que, además, haya sido capaz de crear una obra tan particular, tan 'personal', tan irada por ciertos seguidores del arte, no solo invita a la comprensión del mundo en tiempos de la inteligencia artificial, sino a la reflexión sobre el futuro de los creadores.
La artista Ai-Da, creada hace pocos años por un equipo comandado por el crítico Aidan Meller, iradora, dicho sea de paso, de Yoko Ono y Doris Salcedo, ha tendido a pintar obras sobre las implicaciones que tiene el avance de la tecnología. A. I. God, la pintura de más de dos metros que ha roto récords y que hace parte de su serie sobre visionarios, es un retrato fragmentado del padre de la computación: el matemático inglés Alan Turing. La idea del grupo liderado por Meller, que también es, en este punto, el compromiso de Ai-Da, es crear una reflexión "sobre lo que significa crear, pensar y ser", pero también cuestionarse éticamente el fenómeno.
Desde que presentó en sociedad a la artista humanoide, con sus algoritmos dados a cuestionarse y crear pinturas, Meller y su equipo advirtieron que se trataba de un proyecto ético: "Estamos entrando en un mundo en el que lo humano se funde con la máquina", dijo, "¿qué tan cómodos nos sentimos con eso?". Es la hora, añadió, de preguntarnos si de verdad queremos que los robots hagan arte. A la hora de los balances de este 2024, resulta obvio que aún no tenemos clara la respuesta.