Contra los pronósticos que apuntaban a una definición apretada, Estados Unidos amaneció ayer con la certeza de que Donald Trump ocupará, de nuevo, la Oficina Oval a partir del 20 enero de 2025. Triunfo contundente que dejó mal parados a los encuestadores.
Se trata de un acontecimiento con una trascendencia superlativa. Un candidato carismático sobre el que pesan fundados cuestionamientos supo interpretar con éxito, una vez más, un complejo conjunto de emociones que predominan en un sector mayoritario de su país.
Hay que ser claros en que ninguno de los rasgos polémicos de Trump ha perdido vigencia. No es aceptable que apele a la mentira sistemáticamente, que ataque tanto a la prensa como a la justicia, que se refiera de forma denigrante a las mujeres, que niegue la crisis climática, ni será nunca referente su escasa disposición a acatar las reglas de juego de la democracia, entre otros aspectos cuestionables de su personalidad.
Ojalá el nuevo Gobierno encuentre un camino para detener la división y halle un lenguaje común con el resto del mundo.
Dicho lo anterior, lo que procede hoy es reconocer la decisión democrática del pueblo estadounidense y comprender qué fue lo que permitió una victoria tan holgada. Descifrar qué hace que su electorado no les dé crédito suficiente a la condena que pesa en su contra ni a las graves acusaciones que contra él recaen en cuatro procesos de orden penal. Explicar por qué una sociedad con una economía que goza de buena salud y con pleno empleo tiene preocupaciones que fueron más relevantes a la hora de votar. Y por qué los latinos fueron un pilar fundamental de su triunfo, a pesar de las radicales posturas de Trump ante la migración y su trato por lo general despectivo hacia los migrantes y las minorías.
Este último tema es clave para entender lo ocurrido. El auge de la migración que ha vivido el país del norte en los últimos años ha llevado a que las personas que apenas llegan sean vistas por muchos, incluidos los propios migrantes que llevan más tiempo establecidos, con recelo, pues temen perder lo ganado y asumen que los nuevos pueden ser una amenaza en el campo laboral y en el de la convivencia. A ellos les atribuyen cierto deterioro de la seguridad urbana. Este asunto, que sin duda marcará la agenda con Colombia mucho más que el propio narcotráfico, está determinado tanto por la obligación ética y moral de darles a quienes llegan a la frontera un trato digno y humano como por el derecho de Estados Unidos a pedirle a la comunidad internacional que haga lo suyo para que el fenómeno no se desborde.
Todo apunta a que también pesó el tema de la inflación, consecuencia de las políticas expansivas posteriores a la pandemia de covid-19. Durante un tiempo prolongado reinó entre muchos la sensación de que el dinero ya no alcanzaba para lo mismo, especialmente en materia de alimentos y vivienda.
El paupérrimo nivel de la campaña deja a la sociedad estadounidense aún más dividida. Esto no es una buena noticia para nadie. Es de esperar que el nuevo Gobierno, fortalecido por la legitimidad de una votación arrolladora y por el poder que le darán las mayorías republicanas en Senado y Cámara, encuentre un camino para detener el crecimiento de esta grieta interna y halle un lenguaje común con la comunidad internacional, que siempre será el mejor camino para resolver los desafíos globales.