Cuando apenas despuntaba 1984 y las playas del Caribe aún estaban atestadas de vacacionistas, una mujer en pésimo estado de salud ingresó al Hospital Universitario de Cartagena con un cuadro clínico tan extraño que nunca fue olvidado por el personal médico que la atendió.
Su nombre quedó bajo reserva, pero sí se supo que tenía 23 años, medía 1,59, había nacido en Cali y llevaba un lustro en la capital bolivarense. Comentó que más o menos desde octubre de 1983 había comenzado a experimentar cansancio y pérdida de peso y de fuerza.
Ninguno de los medicamentos que tomó para paliar los mareos, los vómitos y las diarreas había surtido efecto. Luego comenzó a perder las vellosidades del pubis y las axilas. Tuvo fiebre. Le dolían las articulaciones, y dentro de su boca afloraron pequeñas ampollas.
Llegó al centro hospitalario pesando 36 kilos, con manchas violáceas en la lengua y la parte interna de las mejillas. El personal médico observó que su hígado se había agrandado y que tenía herpes genital. A pesar del arsenal de medicamentos que se le istró y de cuatro transfusiones de sangre, el deterioro no se detuvo.
El caso fue descrito en la revista Acta Médica Colombiana de marzo-abril de 1984. Hoy se diría que era una trabajadora sexual con un trastorno por consumo de sustancias, pero en aquel entonces la corrección política no estaba muy asentada en la literatura científica: “Se presenta el caso de una prostituta con signos clínicos y evaluación inmunológica compatibles con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA)”.
Pocas líneas después, el informe mencionaba que la mujer era “drogadicta” –consumía marihuana y bazuco– y que frecuentaba “barcos extranjeros anclados en el puerto, estableciendo relaciones sexuales con visitantes norteamericanos, europeos y latinoamericanos”.
La sigla VIH (virus de inmunodeficiencia humana) no aparecía en ningún párrafo. El agente causal del sida fue identificado ese mismo año en Francia y bautizado dos después. La historia de la temida enfermedad apenas estaba comenzando y, con el caso de la mujer que moriría en Cartagena al inicio de 1984, apenas empezaba a documentarse en Colombia.
Del miedo a la calma
El VIH era antes una sentencia de muerte
Han pasado 40 años, y mucho es lo que ha cambiado. Sí, los números han crecido: en 1985 los casos reportados fueron por primera vez de dos dígitos (12); en 1987, de tres (226); en 1990, de cuatro (1.122), y así sucesivamente.
Sin embargo, que hoy haya en Colombia algo más de 166.000 personas viviendo con VIH es un hecho que oculta, de manera paradójica, un dato positivo: esas personas están vivas y, a diferencia de lo que ocurría hace cuatro décadas, ya no es la muerte lo que les espera en el corto plazo.
La llegada al país de los primeros antirretrovirales contra el VIH en los años noventa marcó un punto de inflexión. Miguel Ángel Barriga, director de Red Somos, una organización que trabaja por el reconocimiento de la diversidad sexual y el fortalecimiento de la atención de base comunitaria, recuerda escenas de la última década del siglo anterior. “Lo que uno veía era que se oraba por los enfermos, que inevitablemente llegaban a la fase de sida –comenta–. Había que recoger plata para apoyarlos, porque los medicamentos eran costosísimos”.
El médico Sebastián Jiménez Ramírez, magíster en VIH, agrega: “El VIH era antes una sentencia de muerte. Al cabo de tres o cinco años, las personas fallecían. Gracias a la terapia antirretroviral, se ha vuelto una patología crónica, como la hipertensión o la diabetes. Los pacientes hoy pueden tener muy buena calidad de vida y morir por enfermedades propias de la vejez”.
Reflejo del avance también es que, según la Cuenta de Alto Costo, actualmente cuatro de cada cinco colombianos (82 %) que viven con VIH recibe el tratamiento, una proporción superior al promedio global (76 %). La noticia no tan buena es que solo el 43 % de los pacientes han comenzado tempranamente la terapia, y resulta que una persona que no es tratada oportunamente no solo aumenta la probabilidad de infectar a otras, sino que reduce su esperanza de vida.
El condón inconstante
Ante este panorama, entre los desafíos prioritarios para los próximos años, Miguel Ángel Barriga señala la urgencia de que se masifique la prueba rápida y se logre una disponibilidad más ágil de las terapias preexposición y posexposición. Como sus nombres lo indican, una fue desarrollada para darse antes de la situación de riesgo de contagio y la otra para suministrarse después (específicamente, en las 72 horas posteriores).
El país ya comenzó a dar sus primeros pasos en este frente, y su masificación puede traer consigo el nuevo hito en la lucha contra el VIH. Se ha demostrado que la terapia preexposición (PrEP) impide el contagio mediante la toma del medicamento antes de la relación sexual o del consumo de drogas por vía intravenosa. De hecho, se ha convertido en una respuesta a la inconstancia en el uso del condón. Lastimosamente, la pandemia por covid-19 frenó su implementación en el país y apenas ha vuelto a retomarse.
Y aunque los tiempos han cambiado, las barreras geográficas y las asociadas a la discriminación y la estigmatización seguirán pendientes de ser superadas en los próximos años. “Tenemos el desafío de lograr que los modelos de atención se ajusten a las realidades locales, a la cultura, a la geografía –comenta Álvaro Puerto Valencia, presidente de la Sociedad Integral de Especialistas en Salud (Sies Salud)–. Atender un paciente en Bogotá o Medellín es muy distinto que hacerlo en San José del Guaviare o Apartadó. Los prejuicios, el estigma y la discriminación frente a la enfermedad varían entre territorios, comunidades y culturas”.
Los prejuicios, el estigma y la discriminación frente a la enfermedad varían entre territorios, comunidades y culturas
El reto, comenta Puerto, es lograr que en todas partes las personas con VIH sean vistas con la misma normalidad con que se mira –para poner un ejemplo– a una persona con colesterol alto, pero el proceso para llegar a ese punto marcha a ritmos diferentes en cada región del país. “Hay que pensar la atención en función de lo que convenga a la persona, al ser humano, y eso implica entender bien cada contexto y cada necesidad”.
Así como en ciertos casos se requiere mucha discreción para evitar acciones violentas contra los pacientes, en otros casos es necesario tener tacto para que se sientan acogidos. “Si una mujer trans es llamada por su nombre masculino, sentirá rechazo”, añade el director de Red Somos, para quien ese tipo de factores no solo tienen implicaciones emocionales, sino que también guardan relación con el diagnóstico temprano y la adherencia al tratamiento. De hecho, uno de los legados más visibles del VIH en estas cuatro décadas ha sido el haber puesto sobre la mesa la conversación sobre los derechos sexuales y haber demostrado su relación directa con el a la salud.
La siguiente pregunta es qué pasará en los próximos cuarenta años. Los expertos prevén que la ruta hacia la “normalización” seguirá su rumbo, no solo porque los pacientes no serán vistos como condenados a muerte, sino porque será creciente el reconocimiento de que la vulnerabilidad no se limita a grupos de hombres que tienen sexo con hombres, trabajadores sexuales o consumidores de drogas inyectables. Los estereotipos seguirán derrumbándose.
Sin embargo, la meta de la erradicación se ve lejana. Los medicamentos han avanzado, pero no han logrado la cura, y, además, hay un hecho que incluso puede sonar contradictorio: los avances han conducido a la pérdida del miedo y, al ver el peligro cada vez más remoto, la comunidad tiende a relajar las medidas preventivas. Será pues un reto del futuro evitar que la lucha contra la enfermedad que aterrorizaba hace cuatro décadas se duerma en los laureles.
Habrá cura y vacuna, pero los tiempos son inciertos
El infectólogo Carlos Álvarez, que Colombia conoció ampliamente en su calidad de asesor del Gobierno durante la pandemia de covid-19, les dice a sus pacientes con VIH que los tratamientos antirretrovirales se parecen a los anticonceptivos: funcionan mientras se estén usando.
Sin embargo, los avances científicos parecen mostrar que llegará el día en que una sola toma baste para que el virus deje de replicarse de manera definitiva. Hace algo más de un par de décadas, a los pacientes se les daban cocteles de hasta 25 pastillas, actualmente ya hay algunos a los que les basta solo una diaria, e incluso hay a quienes les basta con una inyección
cada dos meses.
“Los medicamentos actuales logran que el virus no se replique –dice Álvarez–. Estos impiden que mueran las células y hacen posible que las personas hagan una reconstitución inmunológica, que el sistema vuelva a la normalidad y que los pacientes tengan una esperanza de vida similar a la de las personas sin VIH”.
Por ahora parece más viable una solución definitiva mediante el tratamiento farmacológico que por medio de trasplante de médula, procedimiento que ha hecho posible la cura en un par de ocasiones en el mundo. El trasplante, como expresa Álvarez, genera riesgos de otra índole que lo hacen menos promisorio, aunque no deja de ser una vía tentadora para experimentar.
Igualmente complejo ha resultado el desarrollo de una vacuna. “Cuando el VIH ingresa a la célula, se inserta en el material genético, y de ahí no es tan fácil de sacar –añade el infectólogo–. Será necesaria una combinación de las tecnologías usadas en el desarrollo de vacunas convencionales con las tecnologías de ARN mensajero para lograr resultados en ese frente.
Pero no es descabellado pensar que pueden ser una realidad en los
próximos años”.
CARLOS FRANCISCO FERNÁNDEZ
Asesor Médico de EL TIEMPO