Algunos seres virtuosos brillan en un área del conocimiento y cambian la vida de las personas. Esta descripción no resulta suficiente para presentar a Abraham Verghese (Etiopía, 1955), quien se destaca por su labor en dos universos distantes de modo simultáneo. Además de ser uno de los médicos más prestigiosos de Estados Unidos, reconocido por su labor pionera con los enfermos de sida, es un novelista exitoso cuya obra más reciente en español, El pacto del agua (editada por Salamandra), ha sumado varios millones de ejemplares vendidos.
Experto en enfermedades infecciosas, Verghese fue distinguido en 2016 por el expresidente Barack Obama con la Medalla de las Artes y Humanidades, tanto por sus logros en la ciencia y por enfatizar la importancia de la empatía en la medicina, como por “sus grandes interpretaciones imaginativas del drama humano”. No solo es un científico ejemplar, sino también un humanista ejemplar, dijo de él Marc Tessier-Lavigne, expresidente de la Universidad de Stanford.
Criado en el seno de una familia católica en Adis Abeba, abandonó el país, donde había comenzado a estudiar medicina, en 1975, cuando el emperador Haile Selassie fue derrocado. Vivió algunos años en los Estados Unidos con sus padres y trabajó como camillero hasta que emigró a la India para retomar sus estudios. Obtuvo un puesto de médico en la ciudad de Johnson, en el estado de Tennessee. Sus experiencias durante aquellos años están plasmadas en la novela autobiográfica My Own Country, adaptada para el cine. A finales de los 80 se enfrentó a la epidemia del sida y desarrolló un tratamiento basado en la empatía. La necesidad de vencer los prejuicios que suscitaban estos pacientes se convirtió en un artículo, Urbs in Rure: Human Immunodeficiency Virus Infection in Rural Tennessee (1989), considerado una bisagra en la historia de esta enfermedad.
Autor del best seller Hijos del ancho mundo (2010), novela traducida a veinte idiomas, también logró un gran éxito editorial con El pacto del agua, una historia cuyos derechos fueron comprados por Oprah Winfrey para adaptarla al cine. A través de tres generaciones de una familia cristiana que reside en el sur de la India, la trama sigue la vida de los personajes en su lucha por encontrar la explicación y antídoto a un extraño mal que padecen. Fue presentada, también, como la evocación de una India desaliparecida, imbuida de humor y emoción, y un canto al entendimiento humano y al progreso de la medicina. El libro cosechó excelentes críticas de The New York Times y The Washington Post.
Con los éxitos que ha logrado, ¿siente que encarna en cierto modo el sueño americano?
Cuando me convertí en ciudadano estadounidense fue un momento poderoso y conmovedor. No soy cínico sobre el hecho de ser estadounidense, porque el país te brinda muchas oportunidades, no solo para sobrevivir, sino también para que te vaya bien en la vida. Creo que en Estados Unidos los inmigrantes cobran voz y solo podría haberme convertido allí en escritor gracias a las libertades y experiencias a las que puedes acceder.
En Estados Unidos trabajó como camillero. ¿Ha padecido la discriminación? ¿Siente que hoy Estados Unidos es una sociedad más tolerante que aquella que lo recibió?
Yo no experimenté la discriminación, sino todo lo contrario. Cuando te crías en un lugar como Etiopía, Estados Unidos representa valores esenciales. Los últimos años han sido un poco perturbadores, porque el país ha cambiado de modo radical. Hoy vivo en California, pero he vivido en Texas y en Tennessee y hoy son lugares con muchos votantes de derecha radical. Esto ocurre no solo en Estados Unidos, sino en todas partes, y me preocupa mucho.
En el último tiempo han emergido con virulencia discursos de odio y posiciones radicales en lo político. ¿Se pueden explicar biológicamente o científicamente?
Creo que las redes sociales amplifican la maldad de las personas. Son en gran medida responsables de estos discursos y de la proliferación de estas posturas. Nunca una publicación que contenga una idea o un gesto de bondad se convertirá en viral. No sé cuál es la solución.
Ha conocido a líderes mundiales, como Barack Obama. ¿Qué define, científicamente, a un líder? ¿Por qué algunos abordan al poder de modo mesiánico, más allá de su narcisismo o ego?
Vuelvo a ubicar mi mirada en las redes sociales. En el caso de Estados Unidos, los líderes de derecha no existirían sin las redes sociales. Contribuyeron a ampliar una voz muy pequeña y a alimentar lo que puede ser una emoción menor, para agrandarla en gran escala, e incluso para mentir. Me preocupa este momento. Hay algo que tengo claro: la gente buena, en las redes sociales, se calla porque no puede soportar el odio que les pueda caer encima si se expresan. En una de las críticas que recibió mi libro, en The New York Review of Books, el autor lamenta que la mayoría de mis personajes son buenos. Yo creo que la mayoría de nosotros no somos malvados y que pasamos la mayor parte del tiempo tratando de enmendar los errores.
Me convertí en escritor por mi experiencia con el sida, como testigo de lo que ocurría cuando comenzó el virus. Sentí que el lenguaje de la ciencia no era suficiente para describir la tragedia
Abraham VergheseMédico y escritor
¿Los líderes que dividen a la sociedad son conscientes del daño que generan o de la destrucción a la que pueden conducir con su liderazgo?
Creo que nunca sabremos cuán dañinas fueron nuestras acciones. Eso rige para todos, para personas con y sin poder. Las personas son obligadas a tomar decisiones todo el tiempo y es posible que, después, algunas de ellas se arrepientan.
Sabemos que un avance en la ciencia no siempre supone un progreso para la humanidad. Pienso, por ejemplo, en la bomba atómica. ¿Cuál considera que será la próxima revolución hacia donde está dirigida la humanidad?
Creo que todo el progreso en la ciencia no nos va a ayudar si no progresamos en nuestras relaciones humanas y si no trabajamos para detener el cambio climático. Lo que necesitamos no es tanto progreso científico, sino humano. Hoy, más que nunca, es fundamental que la gente buena logre captar la atención de las personas tanto como lo hace la gente mala. No tengo la esperanza de que la ciencia y la tecnología nos vayan a salvar. Si no, pensemos en las redes sociales y el daño que han hecho. Cuando alguien publica algo en las redes sociales y obtiene un like, se siente bien, y cuando mira lo que hacen otras personas, siente envidia y resentimiento. Eso nos vuelve muy vulnerables.
¿Cuándo supo que se dedicaría a escribir? ¿Qué lo ha inspirado a suspender, por momentos, su actividad como médico para dedicarse a la literatura?
Me convertí en escritor por mi experiencia con el sida, como testigo de lo que ocurría cuando comenzó el virus. Trabajaba en una pequeña ciudad y supuestamente allí habría pocos enfermos, porque se suponía que el virus era algo urbano, que ocurría en las grandes ciudades. Pero en esos pueblos las personas regresaban a morir. Escribí un artículo donde hablaba sobre este escenario trágico en The Journal of Infectious Diseases. Este escrito tuvo mucha repercusión porque corría la mirada de Los Ángeles, Miami o Nueva York y llamaba a la empatía. Fue allí cuando sentí que el lenguaje de la ciencia no era suficiente para describir la tragedia. El VIH para mí fue un momento clave de la medicina: emergían prejuicios y también la necesidad de cambiar el vínculo con los pacientes, porque no había tratamiento para curar a los enfermos, solo la voluntad de los médicos de estar con ellos.
Hay algo que tengo claro: la gente buena, en las redes sociales, se calla porque no puede soportar el odio que les pueda caer encima si se expresan.
Abraham VergheseMédico y escritor
¿Cuál es la clave central de su pedagogía, de aquello que desea transmitir a sus alumnos?
Tengo una reputación por mi búsqueda de comprender el cuerpo humano como un texto. Nos hemos maravillado con los rayos X y varias búsquedas para desarrollar tecnologías, para crear estudios complejos, pero en esta búsqueda hemos perdido la capacidad de acercarnos al paciente. Cometemos muchos errores y deberíamos ser más cuidadosos. Los médicos dependemos tanto de las computadoras que nos olvidamos del paciente, y hay que reconocerlo individualmente si quieres curarlo de verdad. William Osler, el padre de la medicina moderna, decía que no importa la enfermedad que tenga el paciente; importa el paciente que tenga la enfermedad.
¿Cuál considera que es la gran enfermedad del mundo actual?
El cuestionamiento constante de lo real, de lo evidente. Nos hacemos preguntas que ya han sido resueltas en el pasado, y eso nos quita tiempo, certezas y equilibrio.
¿Cuánto pesan las emociones y las pérdidas en nuestras enfermedades?
Hay un gran peso del daño que nos han hecho sobre nuestros cuerpos. La gran mayoría de nosotros llevamos una herida y creo que pasamos la vida cuidando de ella, tratando de sanar.
Durante el inicio de la pandemia repetíamos que evolucionaríamos, que como especie, que seríamos mejores. ¿Está de acuerdo? ¿Ocurrió?
El covid-19 fue una gran llamada de alerta. Somos muy vulnerables y, cuanto más destruyamos el ambiente, más virus van a emerger. Debo decir que durante la pandemia fue uno de los momentos donde me sentí más orgulloso de la humanidad. Pienso en todo lo que se tardó, y tarda aún, en investigar el VIH. En cambio, tres semanas después de que comenzara el virus en China, en Stanford ya estábamos investigando. Creo que la ciencia ganó ante el covid, pero mi sensación es que no ha sido suficiente, a pesar de este modo particular que tuvo la humanidad para unirse en la pandemia.
Esta idea se podría vincular con la idea de pacto, clave de su novela El pacto del agua...
Muchas personas me dijeron que este libro les recuerda los valores que son importantes. La mayor parte de la novela la escribí durante la pandemia. Al final de la vida o cuando la existencia es amenazada, las personas vuelven a las cosas importantes, es decir, a la fe.
Los personajes de este libro son devotos y creyentes. ¿Cuál es su vínculo con la fe? ¿Cómo ha logrado conciliar la fe y la ciencia?
No creo que haya una tensión entre las dos. Cuanto más tiempo te dedicas a la medicina, te das cuenta de la gran cantidad de cosas que no sabes. Cuando conozco a un paciente con una enfermedad grave y es creyente, pienso que tiene más recursos que otros que no.
Oprah Winfrey, una de las personalidades más influyentes de los Estados Unidos, dijo que El pacto del agua cambió su vida. ¿Un elogio de este tipo le hace sentir responsabilidad u obligación?
Ella fue muy generosa conmigo. Alguien leyó mi novela y se la recomendó. Solamente he escrito cuatro libros y no siento la presión de escribir el próximo.
En esta novela, los personajes femeninos son los héroes del relato. ¿Qué lo condujo a este planteamiento, a sumergirse en un mundo mucho más femenino?
Cuando mi sobrina tenía 5 años le preguntó a mi madre, que tenía 70, cómo había sido su vida de niña. Mi madre empezó a escribir esas historias. Cuando cumplió 90 años, leí esos relatos y me pareció que allí había algo muy interesante, porque ella y mi abuela fueron heroínas a su modo. Nadie en el mundo sabrá nunca de ellas, pero fueron mujeres muy fuertes en sus familias. Las dos perdieron hijos y tuvieron que salir adelante. Es cierto que en la novela me detengo en las mujeres y en su exploración en la ciencia o en la investigación. Es un pequeño homenaje a todo lo que han hecho en este campo y cómo han tenido que abrirse paso en un mundo masculino.
La crítica destaca que es un ‘autor-médico’. ¿Cómo se lleva con esta definición? ¿Advierte en su narrativa estas huellas?
No siento que sea un escritor. Cuando estoy en un aeropuerto me detengo a ver a las personas y por momentos solo puedo ver las patologías que tienen. Trato de recolectar todas las piezas de información que me brinda la mirada. Cuando me siento a escribir, miro a mis personajes con esa lente y busco cuáles son los detalles específicos que los definen, los pongo en situaciones donde reaccionan al estrés y a otras dificultades. Miro del mismo modo a mis pacientes que a mis personajes: con empatía.
LAURA VENTURA
Para La Nación (Argentina) - GDA
Madrid