Soy una enamorada de las orquídeas. Me encantan por sus colores, sus increíbles variedades y por ese maravilloso don que tienen de alegrar cualquier ambiente. Cuando las compramos o nos las regalan (son un excelente obsequio), generalmente presumen de estar llenas de flores hermosas. Y si uno es conocedor del tema, las compra con flores, y con capullos, para que su belleza perdure más tiempo.
Como todo en la naturaleza, y en la vida, esta planta solo dura florecida por un tiempo. Después empiezan a caer las flores, quedando un palito limpio y escuálido. Y al verlo es difícil imaginar que en algo tan reseco existió tanta belleza. Pero aún más difícil es imaginarse que de esa escasez, en algún momento, volverá a existir belleza en abundancia.
Conozco personas que desechan sus orquídeas en esta etapa porque no se imaginan que algo “tan feo” y con apariencia de muerte tenga el potencial de volver a florecer. Descartan la posibilidad de que la orquídea está viviendo su proceso natural y que si la queremos y cuidamos, incluso en su escualidez, ella volverá a su antiguo esplendor.
Tengo muchas orquídeas en casa y a pesar de que he sido testigo de este proceso tan espectacular una y otra vez, siempre quedan residuos de incredulidad en mí. Cuando las veo tan ‘limpias’, sin indicio de vida, tengo la tentación de pensar que ya no volverán a florecer y que debería salir a comprar una nueva, ya florecida. Qué grave error sería ceder ante esa desesperación, pues me perdería lo emocionante que es ver cuando prácticamente de la nada brotan nuevos capullos. Y ahí regresa la ilusión de que toda esa belleza volverá a aparecer.
Es curioso: la vida es muy parecida a lo que pasa con mis orquídeas. Cuando atravesamos momentos difíciles, como los que estamos viviendo, nos quedamos soñando con la belleza que había antes y despreciamos la escualidez que tenemos ante nuestros ojos.
El deseo más honesto y profundo es el de querer deshacernos de ese tallo frío y remplazarlo por una flor radiante. Pero no nos damos cuenta de que aun cuando no hay flores, sigue habiendo vida. Y aunque no hay capullos evidentes, el proceso de crecimiento está latente.
Ese proceso de la naturaleza nunca se frena, así no lo podamos ver. La clave es tener fe de que todo es como debe ser y de que solo quienes somos capaces de percatarnos del milagro que existe en cada etapa, seremos los beneficiarios de la belleza que nos rodea.