Con la aprobación unánime del proyecto de ley estatutaria de la educación en la Comisión Primera del Senado, la senadora María José Pizarro resaltó la capacidad del Congreso de hacer acuerdos serios y respetuosos y pensar en lo mejor para el país y, especialmente, en la población a quien se pretende proteger. Era un momento paradigmático en el que se celebraba un triunfo de la razón y no de una facción beligerante. Por desgracia, la alegría duró poco, aunque escuché que la senadora alberga la ilusión de recomponer los acuerdos.
En el momento de escribir esta columna parece muy probable el hundimiento de la iniciativa, pues los tiempos se agotaron y, a no ser que milagrosamente se logre un nuevo acuerdo, el esfuerzo de muchas personas e instituciones que han trabajado duro para ofrecer algo valioso a las próximas generaciones se habrá ido al caño por la intolerancia de grupos muy minoritarios, pero con gran capacidad de hacer ruido y amedrentar a quienes toman decisiones en nombre de la población que los eligió.
Las pugnas que se han suscitado en torno al articulado no tienen en cuenta que lo más importante de la iniciativa no es su contenido, sino la discusión que ha generado desde que llegó al Senado, pues por primera vez en más de dos décadas se abordan en el Legislativo asuntos cruciales de la educación, que tienen que ver con el futuro de las nuevas generaciones a quienes les corresponde vivir en un mundo cada vez más complejo y con mayores exigencias. Vivir en la sociedad del conocimiento y no tener a él implica profundizar más y más las grandes brechas sociales, debilitar las oportunidades de desarrollo del país y retrasar las oportunidades de progreso democrático asociadas a mayores niveles educativos de la población.
El sentido de una ley estatutaria es desarrollar la Constitución y no sustituirla. En ella ya se consagra el derecho, se dice que la educación es un servicio público –que puede ser prestado por el Estado o por particulares–, y que para que el derecho sea debidamente satisfecho debe tener la calidad requerida para que los estudiantes aprendan, y esos aprendizajes se conviertan en la oportunidad de acceder a otros derechos. De nada sirve una declaración sobre el derecho a la educación superior, por ejemplo, si los más pobres no adquieren a lo largo de su infancia y adolescencia los aprendizajes necesarios para acceder a ese nivel educativo y poder transitarlo exitosamente, o si tienen que esperar a que el Gobierno construya y desarrolle decenas de universidades para ofrecerles un cupo, mientras hay miles disponibles en instituciones establecidas. Dice el artículo 69 de la carta que “el Estado facilitará mecanismos financieros que hagan posible el de todas las personas aptas a la educación superior”.
Se equivoca Fecode al decir que el acuerdo logrado en el Senado es una traición a compromisos contraídos con la organización. No se puede comprometer un derecho fundamental con un sindicato, por importante que sea, cuando la educación es un asunto vital en un país diverso en el cual deben escucharse muchas voces. La posición intransigente y dogmática de sus directivos también desconoce la enorme diversidad que existe entre los miles de profesionales afiliados, a quienes desde luego no se ha consultado. Los maestros son indispensables en la discusión, pero no pueden ser sus dueños.
El derecho a la educación es tan esencial que debe estar por encima de dogmatismos y declaraciones grandilocuentes sin ningún efecto práctico. Por eso el único éxito aceptable de un proyecto como este es que sea el producto de un verdadero, honesto y generoso acuerdo entre sectores diversos de la sociedad. Si esto no se logra se habrá perdido una gran oportunidad, pero el hundimiento no tiene implicaciones inmediatas, pues el país cuenta con una abundante jurisprudencia que consagra el derecho fundamental.
FRANCISCO CAJIAO
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