¿Se vale decir que odio a Colombia? Es que es una palabra fuerte. Odiar significa sentir repugnancia hacia algo, y yo hasta allá no llego. No me gusta este país y si por mí fuera viviría en otro, eso más bien. Dejémoslo en que si Colombia fuera una persona no le desearía el mal, pero intentaría no tener o con ella.
El que vive en esta tierra y la adora es porque tiene un corazón del que yo carezco, no conoce otras latitudes o está tan absorbido por la realidad que no ve lo dañina que es. Porque Colombia es una condena, una droga que no te suelta; solo así se explica que haya gente que pague Win para ver el fútbol de quinta que acá se juega.
Y sí, la gente puede ser cálida y agradable, pero gente hay en todos lados, así que no es un diferencial. Yo agradezco todo lo bueno que me ha pasado en este país, pero desde hace rato siento que nuestros destinos van por rutas diferentes, lo que pasa es que es muy difícil escapar. Y es algo instintivo lo que me ocurre, más una corazonada que una certeza.
Cuando viajo por fuera, días antes de regresar me ataca la angustia, y no porque se acabe el paseo, sino porque toca volver acá a remar: a que los taxistas te tumben, a tapar el teclado del cajero mientras se digita la clave, a decir no puedo hablar por celular porque estoy en la calle y a demorarse cuatro horas en trayectos que deberían durar una.
Tienen más mérito los que se quedaron porque acá le va bien a la gente a pesar de su país y no gracias a él.
Y hablo de las pequeñas cosas, porque si nos enfocáramos en la grandes como la violencia, la pobreza, el sistema de salud o el de justicia, nos pondríamos a llorar todos. Acá en teoría hay de todo, pero en realidad no hay nada. El internet se vive cayendo, lo mismo que las llamadas; hay corriente eléctrica, pero se vive yendo la luz. Puede parecernos normal, pero para alguien que vive en un país desarrollado, que se corte la luz se sale de su entendimiento.
Las señales de tránsito están de adorno, lo mismo que los puntos para pagos porque siempre pasa algo, por lo general que la línea está caída o que en ese punto no se recibe la luz, o el agua, o lo que sea porque no hay convenio. Me ha pasado que he visitado cuatro lugares antes de poder pagar una factura, y cuando el sistema no te recibe dinero, que es más bienvenido que el agua, es que está puteado.
Cada vez es más difícil encontrar todo en un mismo lugar, y no porque haya escasez necesariamente, sino porque los canales de distribución no son eficientes. Así, vas al mercado y de veinte cosas no encuentras cinco, si te va bien.
No sé cuál es el miedo a volvernos Venezuela, si ser Colombia ya es lo suficientemente engorroso. Y todo está roto y huele a basura; la naturaleza es espectacular, pero esa no la hicimos nosotros. No merecemos andenes ni calles, deberíamos más bien andar en descampados, sin vías ni aceras, obedeciendo nuestro instinto natural.
Es que tenemos los estándares muy bajos, por eso nos encanta figurar en rankings como el del país más feliz o el del pan más rico, y estamos convencidos de que Matarife es una gran pieza audiovisual, seria y rigurosa. ¿Y cuál es la obsesión con los baristas? En mis días de periodista tocaba sacar cada tanto una noticia al respecto y aún hoy sigo sin entender por qué esa actividad humana es importante.
Y me siento injusto generalizado porque acá hay gente valiosa, pero si la diluimos entre los cincuenta millones que somos, son apenas granos de arena. Muchos de ellos están por fuera porque irse es la mejor manera de triunfar, aunque, ahora que lo pienso, tienen más mérito los que se quedaron porque acá le va bien a la gente a pesar de su país y no gracias a él.
Me disculpo con los que se ofendan con mis ideas, sé que les gustaría que me fuera para no tenerme acá quejándome. Llevo años tratando de abandonarlos, pero es que es muy difícil: el pasaporte no ayuda y el peso tampoco, así que si quieren organizarme una vaca o tienen a alguien afuera que me dé trabajo así sea de ilegal, se los agradecería inmensamente.
ADOLFO ZABLEH DURÁN