Célebre fue el discurso de Jorge Eliécer Gaitán el 20 de abril de 1946. En su vehemente crítica a López Pumarejo, pronunció una frase que pasaría a la historia por su significado y vigencia. Advirtió la existencia de una dualidad contrapuesta entre el país político y el país nacional. El primero, propio de la burocracia y de sus intereses. El segundo, el grito mudo y desatendido de un pueblo lleno de necesidades.
Dos realidades aparentemente irreconciliables que se expresan en escenarios distintos. Una, en los corrillos del Congreso, en oficinas públicas, en reuniones a puerta cerrada. La otra, en la calle, en el campo y en los hogares de los colombianos más humildes y, en la realidad, de todas las condiciones. El presidente Petro parece haber entendido muy bien ese dato sociológico. Sin embargo, al hacerlo ha caído en una irresoluble antinomia.
El pasado 20 de julio el mandatario instaló el congreso con un discurso que sorprendió a muchos. Fue mesurado e invitó al diálogo a todos los estamentos con miras a lograr un acuerdo nacional. Sin altisonancias le habló al “país político” allí reunido reconociendo, entre líneas, que su proyecto político depende de los legisladores, funcionarios, jueces y, en general, de todos los que hacen parte del “establecimiento”.
Gustavo Petro debería tal vez incorporar en su discurso y en las políticas de su gobierno un uso articulado y consistente de la “razón pública” para lograr el balance necesario de un legado político de peso y densidad histórica.
Bastaron pocas horas para que en sus redes sociales volviera la pugnacidad, el dedo incriminador, el retrovisor y la superioridad moral con la que se distingue el “nosotros” del “ellos”. El presidente, dirigiéndose al “país nacional”, acusó a la oposición de los flacos resultados de su gobierno y apeló al pueblo para que manifestara su respaldo al programa de gobierno en la calle.
¿A qué presidente hay que creerle? ¿Al líder ponderado que tiende puentes y acepta las diferencias en procesos de auténtica concertación, o al agitador de masas que aún siendo el jefe del Estado critica la institución que, paradójicamente, representa?
En problema de fondo no es que para cada audiencia su discurso sea objeto de ribetes y matices; o que el tono formal lo guarde para los espacios protocolarios y el populachero para la tribuna de plaza. El verdadero meollo es que el contenido del mensaje que le envía a sus diferentes interlocutores es contradictorio. Su discurso encarna una irreconciliable antinomia que sólo puede conducir a la parálisis pública.
Lejos de resolver esa antinomia, la coexistencia de mensajes contrapuestos en la conducción del Estado, distorsiona la actividad política en su conjunto. Al tiempo que enardece a las bases que le siguen dando ese mínimo nivel de oxígeno que necesita para mantener vivo su proyecto, alimenta en el otro lado la desconfianza de los operadores políticos que, desafortunadamente, siguen siendo instrumentales para materializar las apuestas de la istración.
En el presidente Petro conviven irremediablemente el país político y el país nacional definidos por Gaitán hace más de 78 años. Sin embargo, lo que ni Gaitán ni el presidente Petro entendieron es que el discurso que le dio origen a esa aparente antinomia estuvo dirigido contra uno de los mandatarios que, si bien nació y creció en el país político, fue uno de los más progresistas del siglo XX y uno de los que más cambios logró para ese país nacional al que tanto apela nuestro presidente.
Gustavo Petro debería tal vez incorporar en su discurso y en las políticas de su gobierno un uso articulado y consistente de la “razón pública” para lograr el balance necesario de un legado político de peso y densidad histórica. Esa regla de consistencia es la única que a la postre asegura un futuro a la semilla progresista. El ejemplo de esa superación de la antinomia lo ofreció López Pumarejo que fue capaz de armonizar e interpretar tanto al país político como al país nacional.