Apenas vi el tablero del juego del calamar lo relacioné con rayuela, nuestro juego infantil que inspiró la gran novela de Cortázar, en el que los jugadores avanzan por un esqueleto pintado con tiza sobre el piso; sin embargo, pronto salió la diferencia: en rayuela se llega a la casilla 10, al cielo; en el calamar se va directo al infierno. La serie coreana, la más vista de Netflix, trata de asesinatos impuros, escenificados alrededor de un globo que mira a los jugadores desde arriba, como un dios, con millones de dólares de premio para el que sobreviva al resto de participantes. ¿Por qué gusta tanto la serie y tiene hipnotizada a la audiencia planetaria?
Matar a un ser humano lo prohíben las leyes básicas civilizatorias y las religiones. En la historia del cine, claro, hay géneros de especial mortandad, como el western gringo o innumerables filmes de terror y masacres en los que liquidar humanos es el centro de las tensiones narradas. Los géneros reconocidos como más populares en varios buscadores son los de acción con violencia, para no hablar de las telenoticias que viven de los crímenes y del deporte. Lo que demuestra, pues, que contar crímenes de por sí es rentable.
Pero la recién estrenada serie El juego de calamar es quizá la primera vez en la industria audiovisual en la que matar al semejante nos produce un gozo colectivo sin vergüenza pública y nos pegamos a la pantalla como a una golosina para la siguiente entrega. La clave ha de estar en el diseño. No es tanto su pobre y obvio guion literario: matar por dinero, sino que son esos seres vestidos de rojo con la cara tapada y voz de ultratumba, implacables y exactos, los que seducen. La muerte vestida de rojo excita. No es una muerte trágica, sino de funcionamiento; abrazar un examante para matarlo, o dar un paso en falso sobre un vidrio inexistente y caer en un precipicio o, más simple, no adivinar en el juego cuántas bolas tiene el amigo en su mano cerrada y recibir un tiro de gracia por el error: todo sin ritos ni ceremonias.
Es hacer del morir equivalente a lavarse los dientes. No existe la catarsis griega, culpa judeo- cristiana o alguna angustia existencial. La muerte del calamar es liviana y mecánica, como un juego de niños que se reinicia. La muerte no es digna y trascendente, sino una estupidez. La bolsa de dólares de ese dios insaciable no es para el ganador en la trama fílmica, sino para Netflix y su aventurado director-productor.
ARMANDO SILVA