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¿Así de viejo?

Mierda: ya somos más viejos que Roger Milla.

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Anoche reanudé con un amigo la misma discusión metafísica que tenemos casi desde el momento mismo en que ocurrieron las cosas: ¿fue culpa de René Higuita el gol que Camerún nos hizo en el Mundial de Italia 90 o fue culpa de Luis Carlos ‘Coroncoro’ Perea? Yo sostengo lo primero, como es obvio, y mi amigo, un sofista, un excéntrico, sostiene lo segundo y no hay poder humano que lo haga entrar en razón.
(También le puede interesar: Detonación y declamación)
Esta vez, en el colmo del sadismo y la erudición, pusimos el cassette de VHS que tiene mi amigo con ese partido y nos lo vimos todo otra vez, lo cual no deja de ser al mismo tiempo absurdo y conmovedor porque uno se emociona igual que siempre y es como si no se lo hubiera visto nunca antes. Eso es lo bonito del fútbol, como decía Gerardo Bedoya: que nos gusta su trama así ya nos la sepamos; nos fascina su historia, como en las grandes películas.
Colombia había jugado bien ese día, la verdad, todavía impregnada del baile que le dio a Alemania en ese partido épico y agónico en el que Fredy Rincón metió al último minuto el gol de nuestras vidas, me gusta mucho la etimología griega de la palabra ‘agonía’, que quiere decir lucha o batalla, por eso el ‘protagonista’ no es más que “el primero en la batalla”, como le gustaba recordarlo a don Julio Cejador, si no me equivoco, y además no importa.
Además Roger Milla sigue rozagante y eterno, a sus 38 años de toda la vida. Eso también es lo bonito del fútbol, como decimos los viejos.
Al final ocurrió lo que ya sabemos: al minuto 11 del segundo tiempo complementario, Higuita, por fuera del área, muy afuera, le hizo un pase a Perea, que sin saber qué hacer con el balón se lo devolvió; Higuita trató de dominarlo de manera vistosa, pisándolo y todo, pero ya le caía Roger Milla, entonces un anciano de 38 años, el jugador más viejo de ese Mundial, tanto que le decían ‘el viejito’, que se llevó la pelota y metió el gol, el segundo que hizo ese día.
Pero al ver ese gol de Milla esta vez en la repetición, tan doloroso y absurdo como esa tarde de junio de 1990, algo más me inquietó en lo más profundo de mi ser, como decía Kafka que tenían que ser los grandes libros que leemos: el hacha que rompe el río de hielo del alma del lector. Ya no era ni siquiera la discusión bizantina con mi amigo, nuestro debate sin salida sobre la culpa fatal ese día de Higuita o de Perea (fue de Higuita, lo siento).
No, ya eso no tiene ninguna importancia. En cambio me llegó como un rapto, me cayó como un rayo, la revelación de un hecho en el que nunca antes había reparado, y es que Roger Milla tenía 38 años en ese Mundial y era un anciano, como ya dije, al punto de que durante años, y desde entonces, para mí ese señor sonriente y festivo, bailando en la esquina de la cancha después de hacernos sus goles, era la encarnación por excelencia de la vejez y la decrepitud.
A mí me hablaban de un viejo y yo pensaba, de manera instantánea e inconsciente, quizás injusta pero sin el menor remordimiento, en Roger Milla. Eso era para mí ser un abuelo vetusto y enternecedor. Hasta anoche que caí en cuenta de algo, como en cámara lenta, y se lo dije aterrado a mi amigo: “Mierda: ya somos más viejos que Roger Milla”. Mi amigo me miró exasperado, como si yo estuviera diciendo una insensatez que nos distraía de lo fundamental.
Pero él también cayó en cuenta de lo mismo e hizo una cara de horror que no olvidaré jamás; ya no veíamos el partido, ya no nos importaban los octavos de final. Es más, me dijo mi amigo desconsolado, como si se desconociera a sí mismo, como si fuera otra persona: “No es solo que ya seamos más viejos que Roger Milla: es que somos mucho más viejos, le llevamos diez años...”. ¿Cómo nos pudo pasar algo así? ¿A qué horas se salieron de control las cosas?
Porque además Roger Milla sigue rozagante y eterno, a sus 38 años de toda la vida. Eso también es lo bonito del fútbol, como decimos los viejos.
www.juanestebanconstain.com

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