Despreciar es humano, pero no es inteligente. Tendría uno el derecho, porque se lo ha ganado a fuerza de esperar lo mejor, de tomarse con escepticismo, con recelo, las imágenes de los ministros rindiendo cuentas e imaginando este año clave allá en el Centro Social de Oficiales de la Policía Nacional –y se habla de cónclave, de “habitación cerrada con llave”, con cierta voz de vendehúmos, pero también con la ilusión de que al final de la reunión haya un gobierno–, y, sin embargo, desechar a los demás es un error. Tiende a olvidarse que, incluso en las presidencias más caprichosas, más erráticas, hay cientos de funcionarios serios que están donándonos su sistema nervioso en la tarea de mantener con vida no solo el Estado, sino la máquina oxidada de la democracia. Y quién quita que el próximo año alguna cosa se entregue mejor que como estaba.
Esta presidencia secretista se porta, a ratos, como la Unión Soviética que hizo todo lo que pudo para evitar que se supiera la verdad sobre la catástrofe nuclear de Chernóbil: ocultan, minimizan, contraatacan con propaganda, con mitomanía política, y por esa vía terminan dándose el crédito, por ejemplo, por el hecho de que todos los diciembres bajan tanto el desempleo como el número de quejas en el sistema de salud. Pero también es un hecho que, como en las ventanas de todas las fachadas, como en los tribunales, como en los colegios, como en las clínicas, como en las EPS, hay funcionarios partiéndose el alma para servir. Descartar un gobierno que entiende el horror en La Escombrera es una equivocación. Y sí: Maduro es un tirano impúdico e innegable, pero peor que ser su vecino es convertirlo en el pretexto de una guerra.
Que los empleados nuestros del tal cónclave sepan hacer parte de esta historia y sean capaces de dejar en paz a este país.
Despreciar es una mala jugada. ¿Dejará de hacerlo, en su penúltimo año, este gobierno? ¿Podrá esta istración del país, con sus anteojeras, con sus activistas paradójicos, con sus olmedos y con sus servidores que de verdad creen en una cultura de la paz, de la terapia, superar la manía colombiana de negar las luchas ajenas? Hay, en las imágenes del cónclave, ministros con la madurez suficiente para reconocer las conquistas sociales de los predecesores, para evitar la trampa de echarles la culpa a los que estaban antes, para no sentirse amenazados por los críticos que piensan diferente, para entender que no se puede pasar por encima de la gente para defender a la gente, para tener claro que también hay que mantener la comunicación con Israel, con Perú, con Estados Unidos, porque también esos pueblos son superiores a sus líderes de paso.
Uno se queda mirándolos en esa mesa en herradura, Petro, Sarabia, Cristo, Márquez, Murillo, Guevara, Buitrago, Velásquez, Carvajalino, Jaramillo, Ramírez, Camacho, Reyes, Rojas, Muhamad, Rivas, Lizcano, García, Correa, López, Olaya, como pidiéndoles compasión, cordura, solidaridad con los colombianos que les parezcan prójimos y con los colombianos que les parezcan extranjeros. No a la superioridad moral que acaba en la doble moral. No al desprecio de la clase de media. Deberían ser capaces de enmendar el camino, de arrepentirse, de ir de la trinchera a la tierra de nadie en la que ninguno tiene que acabar con ninguno. Deberían caer en cuenta justo a tiempo de que nos unen el humor y el coraje. Deberían quedarse hasta el final del gobierno, todos y todas, a probarnos que la idea era prestar un servicio.
Esto es, en últimas, una plegaria a quien corresponda. Que consigan detener el círculo vicioso del desprecio. Que nos salga bien a todos lo que están planeando esos pocos. Que cumplan los veinte meses que les quedan sin hacer daño. Que los empleados nuestros del tal cónclave sepan hacer parte de esta historia y sean capaces de dejar en paz a este país.