La renuncia de la ministra de Justicia, Ángela María Buitrago, es la señal más clara de que el Gobierno ha cruzado el último umbral ético. Cuando una funcionaria honesta debe irse por oponerse al Pacto de La Picota, no estamos ante una crisis institucional, estamos ante una rendición ante el crimen.
Buitrago era la última barrera que quedaba en pie frente a una estrategia sistemática para desmontar el sistema penal, abrir las cárceles y garantizar impunidad a los peores delincuentes del país. En su carta de renuncia no se anduvo con rodeos: denunció injerencias políticas y la presencia de intermediarios que pretendían manipular decisiones técnicas con fines delincuenciales. Pero esto va más allá del clientelismo tradicional. Lo que está en juego es la captura del Estado por estructuras criminales apadrinadas desde lo más alto del poder.
No es una acusación menor. Ya en 2022, el periodista Ricardo Calderón reveló que el hermano del presidente Gustavo Petro, junto con el ex comisionado de Paz Danilo Rueda, visitó en la cárcel a reconocidos delincuentes para hablar de reformas judiciales, reducción de penas y otros “beneficios”.
Desde entonces, el proyecto ha avanzado. Se nombró como gestores de paz a varios excomandantes paramilitares. Se hicieron pactos con bandas criminales en Buenaventura, que hoy controlan el puerto con total impunidad. Se concedió un cese del fuego a disidencias de las Farc, dándoles el control territorial de medio país. Y, mientras la política antidrogas se volvió inoperante, los cultivos de coca se han duplicado.
El punto más delicado fue la pretensión del Gobierno de impulsar una ley de sometimiento que, en la práctica, liberaría a cientos de delincuentes. La ministra Buitrago fue la única que se opuso con firmeza. Por eso la removieron. No fue por una reestructuración del Inpec ni por diferencias istrativas. El propio Presidente lo reconoció: “Yo pedí su renuncia (...) el responsable soy yo”. Lo dijo con una frialdad pasmosa. No es un cambio de gabinete: es la confirmación del Pacto de La Picota y la necesidad de estructuras criminales insistiendo en la campaña que se avecina.
La renuncia de la ministra es un gesto de valentía que la sitúa en la estirpe de los mártires civiles que se negaron a ceder ante el poder corruptor del narcotráfico. Como Rodrigo Lara Bonilla, quien denunció los vínculos políticos del cartel de Medellín hasta pagar con su vida, o los magistrados que se enfrentaron a las redes del crimen organizado y fueron silenciados por defender la justicia.
No es un cambio de gabinete: es la confirmación del Pacto de La Picota y la necesidad de estructuras criminales insistiendo en la campaña que se avecina
Ella no fue asesinada, pero fue moral y políticamente sacrificada por un Gobierno que ha optado por abrazar a quienes debiera combatir. Su salida simboliza el precio que deben pagar quienes se niegan a legitimar a los criminales desde las instituciones. No con balas, pero sí con exclusión, estigmatización y silenciamiento, el poder hoy castiga a los decentes. Buitrago se mantuvo firme. Su renuncia es una advertencia y, sobre todo, un acto de integridad que merece ser reconocido con la misma dignidad con la que recordamos a quienes dieron su vida por la legalidad.
En este gobierno, la coherencia ética es una amenaza. La decencia se convierte en obstáculo. Y los principios, en un estorbo. Mientras la ministra se va por defender la institucionalidad, quienes visitan cárceles, como la Senadora Zuleta, para negociar con criminales siguen legislando como si nada, y los grupos ilegales extienden su poder, las Fuerzas Armadas operan con mordaza, desmoralizadas y sin respaldo.
En Colombia, los únicos que han progresado en este gobierno son los que violan la ley. Mientras tanto, los que se atreven a defenderla, como la ministra Buitrago, terminan por la puerta de atrás. Porque cuando el crimen manda, el Gobierno se arrodilla.
LUIS FELIPE HENAO