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Opinión

Cuando nadie sabe qué decir

Si un niño o una niña no hablan (directamente) de una muerte cercana, hay que escuchar lo que dice su silencio.

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Repetimos que nadie se ha salvado, hasta ahora, de la muerte, pero mantenemos la ilusión de que la nuestra, y la de los nuestros, ocurra en tiempos muy lejanos. Por eso cuando se muere alguien próximo en edad, costumbres, curso o vecindario, el velo que la separa de la vida se rompe, y cobramos consciencia de su cercanía. ¿Por qué le sucede eso a esa persona, tan parecida a mí (y no a mí)?, nos preguntamos, con una mezcla extraña de culpa y miedo, y repasamos mil veces el qué y el quién, el cómo y el cuándo, para ponernos a salvo en el hilo del lenguaje. Quizás por eso pedimos historias desde niños, y esas historias están ancladas a una gramática: sin sujeto, predicado y circunstancias de modo, tiempo y lugar no hay artes ni literatura; tampoco orden jurídico. El Estado, en el fondo, es una gramática, con leyes que nos sujetan y regulan.
Además de poner en cuestión los poderes terrenales, la muerte “rubrica precisamente el fin de la palabra”, dice Delphine Horvilleur, en su libro ‘Vivir con nuestros muertos’, y nos recuerda la vacuidad –la impertinencia, incluso– de esa lengua balbuceante con la que intentamos consolar a quienes han perdido el sentido de la vida por el impacto de la muerte de un ser querido. Ese sinsentido se hace más evidente con la muerte de un niño, de una niña o de un adolescente, puesto que rompe leyes que consideramos inmutables: de un lado, la fuerza de la vida nueva que se abre paso, y, de otro, ese pacto que suscribimos los adultos para proteger a los recién llegados. La muerte de un niño es uno de los mayores terrores humanos, y nos deja sin palabras. El problema es que, en muchas ocasiones, hay sobrevivientes jóvenes (a veces tan pequeños que casi ni vemos), que necesitan palabras para dar cauce a sus preguntas: ¿qué sucedió? ¿Por qué, si era como yo? ¿A mí podría pasarme? ¿Qué es todo esto que estoy sintiendo al tiempo?
La muerte de un niño es uno de los mayores terrores humanos, y nos deja sin palabras
No sé si recuerdas tu primer duelo. Yo sí, pero lo sepulté durante muchos años por un mandato implícito: de eso no se hablaba con los niños. Hoy, cuando por fin puedo nombrarlo, sé que marcó mi expulsión de la infancia y sé también que explica mucho de lo que he escrito y también de lo que creo que se debe hablar con los más jóvenes, en todas las edades. Hoy está claro que sobre las huellas de los primeros duelos se instalan nuestras formas de reaccionar frente al dolor: de huir o de afrontarlo; de “distraerlo”, expresarlo o silenciarlo; y sabemos también que los secretos que nunca nos contaron nos sorprenden como fantasmas cuando creemos que todo ha sido olvidado. A ninguna edad es fácil hablar de la muerte, sobre todo cuando irrumpe en la vida de los niños y pensamos, con las mejores intenciones, que hay que cambiar de tema para protegerlos, o cuando no hay explicaciones ni respuestas, pero esos mandatos de silencio los pueden dejar sin herramientas para afrontar sus miedos y sus preguntas, tan válidas como las nuestras.
Excluir del duelo a los más jóvenes es dejarlos sin voz, o asumir que no tienen voz. Y aunque muchas veces nos quedemos estupefactos, abrir una conversación puede ser también itir que no tenemos respuestas, pero que nos comprometemos, con toda la honestidad y con el respeto frente a su sensibilidad y su inteligencia, a ir contestando las preguntas que esa muerte les hace y nos hace. Si un niño o una niña no hablan (directamente) de una muerte cercana, hay que escuchar lo que dice su silencio. Quizás perciba tanto miedo en sus adultos de confianza que resuelve sufrir calladamente o llenar los agujeros negros con rumores y conjeturas o fingirse invulnerable. Por eso la conversación abierta y sin tabúes comienza del lado de los adultos. Mirarlos a los ojos y contarles, para que ellos sepan que cuentan con nosotros.
YOLANDA REYES

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