Esa expresión latina significa ‘¿a quién beneficia?’, y quienes no tenemos formación en derecho la aprendimos en los libros de misterio y detectivismo (a los que soy muy aficionado). Parece que el primero que la usó, en un contexto jurídico, fue el cónsul romano Lucio Casio, quien era famoso por la justicia de sus sentencias. La usaba (hoy entendemos que un poco abusivamente) como prueba definitiva: “quien se beneficia de un crimen lo cometió”. El término fue popularizado por Séneca en algunos discursos jurídicos que pronunció y también en su obra de teatro Medea, en la que ella dice “aquel a quien aprovecha el crimen es quien lo cometió”.
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Los detectives en las novelas, e imagino que también en la vida real, usan el concepto como indicio para descubrir al culpable. Pero solo como un indicio que les permite elaborar una hoja de ruta para profundizar su investigación. Indicio, evidencia y prueba son cosas distintas. La evidencia etimológicamente es aquello que se ve; es decir que es tan claro que no se puede negar, pero sabemos muy bien que a veces es engañosa. La prueba es algo mucho más definitivo, que demuestra la verdad o el error de una hipótesis de culpabilidad. El indicio es apenas el inicio del proceso investigativo.
En una supuesta novela detectivesca si muere asesinado un viejo solterón multimillonario con tres sobrinos emproblemados económicamente, el detective empezará su indagación escarbando los andares de los sobrinos, pero solo la sospecha no prueba aún nada. Si el viejo es además, y por ejemplo, un miembro del parlamento, y una moción de censura al primer ministro depende de su voto, pues surgen otros posibles beneficiarios sospechosos.
Es difícil pensar que a un ministro de Hacienda lo desvele la lenta ejecución de tres proyectos entre miles en situación parecida.
El tremendo y vergonzoso escándalo de la UNGRD que vivimos fue sacado a la luz por el periodismo investigativo y después fue abordado con seriedad por la Fiscalía. Sin embargo, aún me hace falta el cui prodest?; el seguimiento de indicios que debería llevar al descubrimiento de los móviles, y posiblemente de los perpretadores últimos.
Sin duda, Olmedo López y Sneyder Pinilla se beneficiaron porque ‘sacaron una buena tajada’ y las empresas que pagaron el soborno se beneficiaron con un contrato. Pero resulta difícil imaginar que un día esos funcionarios se despertaron y pensaron “vamos a compartir el soborno con los presidentes del Senado y de la Cámara, que son tan queridos”. Eso no es posible; debió haber intereses superiores, con comando sobre los funcionarios, y que los indujeron a ese acto de ‘generosidad’.
La ruta no está muy clara. Los congresistas debieron ofrecer algo importante a cambio de esa dádiva, ¿a quién beneficia ese algo? La gente ingenua y poco suspicaz dirá que el beneficiario último es ‘el pueblo’, porque las leyes en discusión –reforma pensional y ampliación del cupo de endeudamiento– tendrían como intención el beneficio del pueblo. Eso no convence, porque el pueblo es un ente abstracto que no tiene cómo dar órdenes directas a ministros y congresistas.
El periodismo hizo un trabajo excelente y riguroso. Se puede decir con seguridad que sin los informes de la prensa esos hechos hubieran pasado desapercibidos. La Fiscalía asumió después la investigación con seriedad, pero el indicio de los beneficiados últimos ha sido poco explorado. Es difícil pensar que a un ministro de Hacienda lo desvele la lenta ejecución de tres proyectos entre miles en situación parecida. Tampoco pareciera que los proyectos de la UNGRD debían ser motivo de preocupación para el entonces director del Departamento istrativo de la Presidencia.
Por el bien de la democracia y de la salud istrativa y política del país, quisiéramos ver a los investigadores de la prensa y la Fiscalía preguntándose con toda la sinceridad: cui prodest?