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Opinión

Dignos

Nadie quita ni da la dignidad, y son los líderes extraviados los que suelen escriturarse la honra de sus pueblos.

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Nadie quita ni da la dignidad. Ningún migrante, ninguno de los 201 colombianos sin antecedentes penales que fueron deportados el fin de semana pasado por los decadentes Estados Unidos de Trump, puede ser despojado de su humanidad. Se ha vuelto común que el migrante sea maltratado e irrespetado, eso sí, humillado e intimidado por los peores: "Es la pesadilla americana: no sabíamos si era de día o de noche", declaró uno de nuestros ciudadanos, de aquellos que el presidente Petro mandó a devolver y a traer sin cadenas, luego de bajar del avión de la Fuerza Aérea Colombiana. "Nos daban la comida dañada", contó. Y otro más dio las gracias al jefe del Estado por "hacernos respetar". Pero hubo también alguno que dejó en claro, al diario El País, que "si nos recibía el domingo, nos ahorrábamos dos días más de calabozo: me siento utilizado".
(Le puede interesar: Trasnochados).
Porque nadie quita ni da la dignidad, y son los líderes extraviados los que suelen escriturarse la honra de sus pueblos.
Fue en el paso del siglo XIX al siglo XX cuando la dignidad dejó de ser un rango social para convertirse en aquel valor inherente de los seres humanos: una persona, se dijo, no es un medio, sino un fin. Y muy pronto los temerarios e inescrupulosos líderes de las sociedades descorazonadas, desde el nazi Adolfo Hitler hasta el revolucionario Fidel Castro, empezaron a manipular el concepto –del latín dignitas– para alinear y azuzar a la gente: "Nos asedian, nos humillan, nos ahorcan", gritaban, con esas voces megalómanas e irresponsables, con esos delirios de grandeza que suelen ser bien recibidos por los pueblos malheridos, no solo para echarle toda la culpa al pasado o al presente que pasara por allí, sino para someter a millones de seguidores con el vaticinio de que harían grande a su patria otra vez.
Hay gente que se resiste a traducir el delirio a la lengua de todos los días. Y se niega a renunciar al derecho de pedirles a sus líderes, sin perderles el respeto, que se labren la dignidad palabra por palabra.
Gobernar ya era, a esas alturas del partido, creerse las propias mentiras hasta que se las creyeran los demás. Y era sepultar, de paso, una importante acepción de dignidad.
Que es aquella dignidad que es sinónimo de integridad. Que jamás pone en duda, de ninguna manera, la que abre la Declaración Universal de Derechos Humanos: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". Pero sí retrata la capacidad humana para escribirse y corregirse día a día hasta el final. No logro encontrar en dónde leí que la dignidad es la facultad de decirse a uno mismo que no. Sé que Trump está siendo tan descabellado e infame como siempre. Y que, sin embargo, es mejor sujetarse a uno mismo, es decir, es mejor ser digno, si se quiere expresar la indignación. Resultan fascinantes las defensas del trino zigzagueante e indefendible que Petro madrugó a publicar a las 3:47 a. m. del domingo –"me matarás, pero sobreviviré en mi pueblo"–, y no obstante ninguna habla del texto porque es un texto caótico.
Hay gente para todo. Hay gente que está completamente convencida de que este es un buen gobierno. Hay gente que ha nacido con el don de reducir cualquier crítica a esta presidencia a gesto de privilegiado o a rezago del colonialismo o a sesgo diabólico de los medios corporativos. Hay gente que entiende por qué, en plena defensa de la dignidad, el presidente publica no solo un video propagandístico en el que explota las caras de alivio de los 201 migrantes rescatados del pulso con Trump, sino un video amarillista de Caso cerrado en el que revictimiza a una colombiana humillada que no quiere hablar en español. Hay, por otro lado, gente que se resiste a traducir el delirio a la lengua de todos los días. Y se niega a renunciar al derecho de pedirles a sus líderes, sin perderles el respeto, que se labren la dignidad palabra por palabra, frase por frase, como se la labran los textos dignos de ser leídos.

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