Entre nosotros, oficialmente se ha puesto fin a la emergencia sanitaria causada por la malhadada pandemia de covid-19. Fue el sector sanitario el más comprometido, seguido del económico. Se contabilizan miles y miles de muertos. Explicable, pues de lo que se trató fue de una verdadera hecatombe. Todos, en todas partes del mundo, volvimos los ojos hacia el personal de salud –con los médicos a la cabeza–, que se constituyó en la gran esperanza, en la tabla de salvación. Salió a flote entonces la importancia que para la humanidad tiene. Mutatis mutandis, razón hay cuando se afirma que solo frente a las conflagraciones se les da su justo valor a los bomberos.
En épocas no calamitosas los médicos pasan casi inadvertidos, aunque están de guardia permanente. Nadie hay que no haya necesitado de su concurso. Los humanos estamos predestinados a que llegando a este mundo nos reciba un médico y a que al abandonarlo nos despida otro. Por ser de otro tiempo, soy una excepción. A mí me recibió una comadrona, de esas de tabaco y mantilla, heredera de las que acompañaron a los conquistadores españoles, las famosas “comadres sabias”. Pero después siempre he tenido a mi lado un médico y, seguramente, será uno de ellos el que me cierre los ojos, el que baje el telón cuando la función termine.
A estas alturas de mi vida –traspuesta la barrera de los noventa– puedo afirmar que gracias a los médicos he logrado vivir tantos años. Ha sido una adehala del destino, pero con su contribución. Que recuerde, el primer médico que me rescató de la muerte, siendo niño, fue uno de apellido Cala, que tenía una botica en la calle cuarta con carrera décima, muy renombrado en Bogotá sin que fuera titulado. Me trató exitosamente una bronconeumonía, que entonces era casi siempre mortal, pues aún no existían los antibióticos. ¿Con qué me curó? ¡Vaya uno a saber! Lo cierto es que hoy, ochenta años después, vivo para contar el cuento. Fuera o no médico, cumplió bien su papel de curador, y se lo agradezco.
Llegado a la edad madura y luego a la vetusta, muchas veces he tenido que acudir a los servicios de un galeno. No los menciono, pues la lista es larga. Ellos saben que sus nombres los recuerdo con inmensa gratitud. Si no hubiera sido por su concurso, de seguro hubiera muerto tempranamente, como mis padres (mi madre falleció de 46 años y mi papá, de 57), o estuviera arrastrando una senectud lastimera.
Retirado del ejercicio profesional hace dos décadas, sigo recibiendo el trato considerado y eficaz de mis colegas. Afortunadamente, como afirmó alguna vez el gran maestro de la pediatría latinoamericana Florencio Escardó, los médicos formamos una fratría universal. Más que un gremio constituimos una cofradía, una gran familia, en la que puede haber desavenencias, pero donde, desde tiempo inmemorial, prima la hermandad. Nuestro código de ética nos recuerda que “la lealtad y la consideración mutuas constituyen el fundamento esencial de la relación entre los médicos”. En mi caso, por haber sido formador de médicos, esa consideración se ve acrecentada, tal como lo contempla el Juramento hipocrático: “Tener al que me enseñó este arte en igual estima que a mis progenitores...”. Mi condición de viejo maestro y académico ejemplar es algo comprometedor para mis médicos. Con algo de ínfula, recuerdo una anécdota: Antonín Gosset fue un famoso cirujano francés de finales del XIX y principios del XX. Luego de una de las tantas intervenciones que le practicara al también famoso primer ministro Georges Clemenceau, este le manifestó: “Al operarme usted no ha hecho ningún negocio. Si me salvo –como ha ocurrido–, nadie se acordará de que fue usted quien me operó. Pero si me muero, se murmurará que usted me asesinó”. Clemenceau, además de político, era médico.
¡Loor a mis médicos!