De las cosas más importantes que están pasando en Europa son las transformaciones de la vida cotidiana de los ciudadanos y ciudadanas ante la catástrofe medioambiental global. Lo he podido apreciar en mi último viaje. Las decisiones de las personas en su día a día están sometidas a los impactos ligados al daño medioambiental o a su propia conservación. Los ejemplos abundan: muchos jóvenes no compran botellas de agua, llevan termos que llenan de los grifos de sus casas; las personas evitan tomar el avión en trayectos cortos; de hecho, en Francia ya están prohibidos los viajes de menos de una hora; optan por endeudarse por carros eléctricos, ya que en unos años se prohibirán los de combustión fósil; hay muchos sitios de reparación de electrodomésticos que tienen un segundo uso; en el supermercado abundan los empaques reciclados y la alimentación biosostenible; los profesionales que pueden huyen de las ciudades contaminadas e inician una nueva vida en ciudades intermedias o en el campo; hay una reducción histórica del consumo de carne, y la compra de ropa de segunda mano está más usual que de costumbre.
En fin, se está generando una nueva ética que seduce a una gran parte de esta juventud. Eso me ha impresionado mucho. No digo que esté generalizado este sentimiento, pero está creciendo muy rápidamente. Incluso, el urbanismo ha cambiado por esta misma presión de los ecojóvenes. Y confieso que me daban risa los debates sobre el corredor verde de la séptima cuando casi todo París es un corredor verde. Es decir, nada de automóviles en el centro de las ciudades: todo peatonal y también a pedal.
No voy a profundizar en las teorías que responsabilizan al capitalismo de esta hecatombe ambiental. Solo recordaré que también la cultura patriarcal lleva una buena dosis de culpa. Al respecto busquen una reciente entrevista del portal Pressenza a la filósofa ecofeminista Vandana Shiva. Explica muy bien esas responsabilidades y las opciones de salida.
Se está generando una nueva ética que seduce a una gran parte de esta juventud. Eso me ha impresionado mucho.
Volviendo a Colombia, me pregunto si estamos también ante una generación de jóvenes ecofeministas. No lo creo. Ni siquiera la clase media instruida. A pesar de tener cierta escolaridad y algún poder adquisitivo, muchos y muchas no entienden los desafíos del tiempo del Antropoceno. Yo los veo tomando muchos vuelos para todo lado; los veo duchándose por horas; los veo ahorrando su sueldo para pagar cuotas de carros nuevos; los veo cogiendo el carro para comprar una hamburguesa a solo dos cuadras de su casa y los observo en los almacenes adquiriendo más camisetas que se unirán a las 15 que ya tienen en su clóset. Ni siquiera estoy segura de que separen la basura cuando se independizan. En otras palabras, no los veo preocupados ni mucho menos afanados por responder a este crucial momento que vive la humanidad. Como si esto no fuera con ellas, con ellos o con su país, o –lo que es peor– como si las consecuencias de este desorden ambiental no tuvieran efectos reales en sus proyectos de vida.
La tragedia reciente en la vía al Llano está ligada al calentamiento global. Y esto a su vez está unido también a las decisiones diarias sobre nuestros hábitos y consumo. Me impactó una de esas mujeres sobrevivientes de la avalancha de Quetame preguntándose las razones de tanta desgracia. Pues están ahí, en nuestras narices. Solo que nos afectan de manera distinta. Por esto, Shiva nos recuerda que “más allá del colapso, hay una huerta”.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad