Guiados por un interés político, algunos sectores han tratado de reducir la paz al debate sobre los beneficios judiciales que se incluyeron en los acuerdos de La Habana. Omiten que el modelo de justicia transicional allí propuesto es una apuesta de país. Un complejo articulado de mecanismos multidimensionales que buscan sanar las profundas fracturas sociales que se cultivaron durante décadas de conflicto.
Es natural que la sociedad rechace la idea de que los responsables de conductas atroces puedan evadir la cárcel. Pero lo cierto es que el proceso de paz no se limita a la flexibilización de las sanciones. Va mucho más allá. Los acuerdos traducen en acciones puntuales el contenido básico de la Constitución del 91. El modelo de justicia transicional, entonces, no es más sino la materialización de la promesa del Estado social de derecho, después de lustros de su promulgación.
No sobra recordar que el texto del acuerdo está dividido en seis ejes fundamentales. Una reforma rural integral que no busca nada diferente a reducir las brechas sociales y económicas en el campo. Se reconoce que una de las causas de la violencia ha sido justamente la exclusión de la propiedad de la tierra para los campesinos, la falta de a los derechos más básicos y la necesidad de invertir en proyectos productivos y de desarrollo que garanticen condiciones de vida digna sobre una base amplia y participativa.
Los acuerdos también invitan a promover una mayor participación política. Se advierte la histórica exclusión de ciertos sectores políticos y la estigmatización, en algunos casos violenta, de la oposición. En un país donde fueron asesinados tres mil militantes de la Unión Patriótica, o donde por 16 años consecutivos se pactó la alternancia cerrada en el poder de los dos partidos tradicionales, no resulta estrafalario reiterar la importancia de una representación política amplia y con garantías de seguridad.
Insistiendo en las causas estructurales del conflicto y entendiendo que el problema de las drogas ilícitas ha tenido un impacto profundo en la violencia, los acuerdos previeron soluciones sociales al tema del narcotráfico. Se asumió que para combatir este flagelo es necesario revisar la respuesta que tradicionalmente le ha dado el Estado. Se privilegia, apelando a la lógica y a la experiencia, la sustitución de cultivos sobre la erradicación forzosa o la fumigación. Esto por una sencilla razón: a los campesinos hay que darles oportunidades mientras se ataca con contundencia a los eslabones fuertes de la cadena criminal.
Adicionalmente, se prevé una ruta para garantizar la desmovilización, el cese de las actividades bélicas y la reincorporación de los excombatientes. Debe primar la seguridad de los firmantes y la garantía de que no florezcan nuevas amenazas en el territorio que pongan en riesgo la vida de la ciudadanía. Nada más sensato que hacerlo con el acompañamiento de los organismos internacionales que han supervisado este tipo de procesos en otras latitudes y así evitar que estructuras enteras recaigan en la guerra. Este punto se suma a otro eje central que prevé la creación de ciertas instancias de verificación y seguimiento al cumplimiento de los acuerdos.
Finalmente, se crea el sistema de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Un modelo integral y condicionado a los aportes que hagan los actores del conflicto para satisfacer los derechos de las víctimas. Se adopta el compromiso de investigar y sancionar a los máximos responsables de graves violaciones e infracciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, buscar a los desaparecidos, reconstruir la memoria histórica, reparar a las víctimas y sentar las bases para la no repetición de la violencia.
Hacer trizas la paz bajo la falacia reduccionista de que esta encierra un soterrado propósito de promover la impunidad de unos cuantos terroristas significa echar por la borda la hoja de ruta social más ambiciosa de las últimas décadas. Los acuerdos son en sí mismos un plan de desarrollo y de bienestar social a largo plazo.
Atacar, por ejemplo, el plan de sustitución de cultivos ilícitos, o los proyectos de protección ambiental, o las garantías de la oposición y la participación política, o la jurisdicción agraria, entre otros mecanismos, equivale a lanzar soterrados zarpazos a la paz en su conjunto. En un engranaje tan complejo, ponerle el palo en la rueda a uno de sus componentes equivale a dinamitar la totalidad del proceso.
Puede resultar sorprendente que luego de cinco años de su firma se tenga que recordar que la paz es mucho más de lo que caricaturizan quienes se oponen a ella. Hoy, más que nunca, es preciso también recordar que algunos grupos han pretendido oponerse a los acuerdos sobre la base de eufemismos, mitos y falacias. Basta con ver recientemente, pero no solo esto, el indigno rechazo de algunos detractores a las curules de paz y al derecho de 9 millones de víctimas de tener su propia representación. Afortunadamente, cada vez es más claro que el acuerdo de paz potenció la Constitución del 91 y que esta, sin que se materialice la paz estable y duradera, no deja de ser sino un pedazo de papel. Por eso, no hay mayor insensatez que atacar las piezas y el engranaje de la paz.
Ñapa: Bochornoso que la Dimayor no suspendiera el partido ante actos de violencia.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI