No cabe duda de que la seguridad nacional, pública y ciudadana es una prioridad para el desarrollo social y económico del país. Sin ella se incuba muerte y se pone en riesgo la democracia. La situación actual, contrariamente a lo que sugieren las cifras que presenta el Gobierno, es crítica. Pero lo más preocupante es que sectores políticos diferentes a la derecha no se atrevan a poner en el centro de sus propuestas el tema de la seguridad.
En los últimos tres años, el retroceso en la materia ha sido notable. Se registra un aumento desproporcionado en el número de asesinatos de líderes sociales y excombatientes. Según Indepaz, solo en lo corrido del 2021 se han registrado 54 masacres con un saldo fatal de más de 200 colombianos asesinados. La JEP también señala en un informe que desde la firma de los acuerdos más de 1.200 defensores de derechos humanos y reclamantes de tierras habrían sido ultimados. Regiones como el Catatumbo, Nariño, Cauca, Antioquia y Caquetá se han convertido en verdaderos campos de guerra y de muerte. Han resultado infructuosos los esfuerzos por combatir a las disidencias guerrilleras, paramilitares y las bandas criminales que en muchas ocasiones operan en connivencia con las autoridades locales y la Fuerza Pública. La misma Cruz Roja ha reconocido que en nuestro país ya no hay un conflicto armado, sino cinco diferentes.
Uno de los motores de la inseguridad es el narcotráfico. En su lucha no se han tenido los resultados esperados. La leve disminución de las hectáreas cultivadas contrasta con el aumento significativo en la productividad de la pasta de coca, así como en la creciente tasa de resiembra. Esto último confirma además el grave error de adoptar una estrategia exclusivamente militarista y represiva en vez de promover con seriedad y compromiso los programas de sustitución de cultivos ilícitos y de oferta social en zonas afectadas por este flagelo.
La seguridad nacional tampoco ha visto en su historia reciente más amenazas como las que se tienen ahora. Compartimos una frontera porosa de más de 2.000 kilómetros con Venezuela, que aprovechan las bandas organizadas y por donde se cuela la mayor parte del contrabando y de la droga. La incapacidad de mantener abiertos canales de diálogo y cooperación diplomática —sin tener que reconocer la validez del régimen— ha convertido esa zona en tierra de nadie. Ha habido traslado de tropas, movimiento de tanques y despliegue de capacidades de lado y lado. Eso sin contar que hace no mucho nuestra soberanía fue expuesta mediante un hackeo que desnudó las debilidades en materia de ciberdefensa.
En términos de seguridad ciudadana, el panorama no es más alentador. Los hurtos se han convertido en pan de cada día y las pandillas y bandas urbanas de delincuencia son cada vez más difíciles de controlar. Seguimos operando a punta de recompensas más que sobre una estrategia que permita desvertebrar las finanzas y la capacidad operativa de los grupos criminales organizados. Han sido pobres los esfuerzos de asociar la inteligencia con la judicialización de los responsables. Cada día cae un cabecilla, pero siempre hay otro en fila para remplazarlo.
Como si no bastara lo expuesto, el desprestigio de la Fuerza Pública nunca había sido tan elevado. La desconfianza y el temor de la ciudadanía hacia la Policía es cada vez más notorio. Y la reputación de nuestras fuerzas militares se ha visto opacada por escándalos de corrupción y perfilamiento a periodistas y personalidades públicas.
El reto entonces pasa por entender que la seguridad no es un tema exclusivamente de la derecha. No le pertenece a ningún partido. Justamente por habérselo dejado a un sector cuyo único libreto es la mano dura y que solo sabe medir la seguridad a punta de bajas en combate y operativos militares es que no hemos logrado salir de esta crisis. Colombia ha cambiado. La retardataria fórmula de la seguridad democrática, basada en la teoría del enemigo y en la lucha contrainsurgente, debe ser replanteada. Se necesita más que nunca una nueva estrategia de seguridad nacional, pública y ciudadana para la consolidación de la paz y del desarrollo social en las zonas rurales y urbanas. De nada sirve la presencia militar si no se acompaña de oferta institucional, educación, empleo y oportunidades, así como de la férrea defensa de los derechos humanos.
Se equivocan los sectores alternativos del centro y de la izquierda al abstenerse de reconocer la importancia de la seguridad y no convertirla en una prioridad política del Estado y de la sociedad en su conjunto. Urgen nuevos y diversos enfoques. La seguridad no debería ser una bandera exclusiva de la derecha. Hoy más que nunca se exigen soluciones y visiones audaces para formular políticas de seguridad que garanticen la vida, los derechos humanos y, sobre todo, las exigencias democráticas del Estado social de derecho. Máxime si se advierte que a este gobierno, ya agónico, desde el principio, le quedó grande la paz y la seguridad de los colombianos.
Ñapa: El discurso presidencial del 20 de julio resultó estéril y desconectado de la realidad nacional. Una rendición de cuentas parcializada, sin apuestas importantes. Más de lo mismo
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI