Todos necesitamos creer en algo… En ese algo, sin embargo, existen demasiadas sutilezas, físicas y metafísicas, pues la comunicación, sea para concordar o discrepar, se mueve por dos territorios distintos: los hechos comprobados, de aceptación general, y las creencias que resultan de devociones o adhesiones, sean estas religiosas, políticas, raciales o territoriales. Los hechos se aceptan, las creencias se profesan.
‘Sabemos’ algo cuando tenemos certeza de su veracidad; ‘creemos’ algo cuando lo aceptamos, a pesar de no poderlo comprobar. Si aparecen dudas, buscamos piezas de información que favorezcan la veracidad. Los dogmas y los mitos de las religiones debieron surgir de leyendas primitivas, con aclaraciones enigmáticas de lo que entonces era incomprensible.
Por otra parte, tenemos un aceptable control de los pensamientos que giran alrededor de nuestros intereses y experiencias; en general, aunque no siempre, podemos aceptarlos o rechazarlos. Las creencias, en contraposición, tienden a manejarnos o a influir sobre nuestra conducta.
Los humanos evolucionamos en línea con nuestra exigencia natural de entender, así muchas explicaciones puedan ser discutibles; la simplicidad –la ingenuidad– de la fe en asuntos enigmáticos antecedió en milenios a las demandas del pensamiento lógico.
Creer favorece la necesidad de compartir y pertenecer a un grupo; saber puede engendrar recelo o discrepancia con otros… Las masas se aglutinan en torno a las afirmaciones comunes que favorecen la unidad. Una proporción alta de las primeras creencias fueron grupales, de clanes o sectas.
Las creencias individuales, en cambio, resultan de explicaciones religiosas de los fenómenos y los hechos de la vida diaria… O de los rechazos a las propuestas alternativas de otros grupos. Existen, además, juicios rutinarios inciertos sobre los hechos históricos confusos; los inquietos y los escépticos procuramos interpretarlos de acuerdo con nuestros conocimientos, preferencias ideológicas o creencias metafísicas.
Las creencias en doctrinas religiosas evolucionan hacia sistemas aglutinadores que, como dogmas indiscutibles, fabrican sus verdades incontrovertibles, a partir de las cuales se han de generar las correspondientes doctrinas.
Las creencias y los pensamientos, repetimos, ocurren ambas en el mismo sitio del cerebro.
Según un estudio en la Universidad de California en Los Ángeles, desarrollado por los doctores Jonas Kaplan, psicólogo, y Sam Harris, neurocientífico, tanto las convicciones de los creyentes como los razonamientos de los escépticos ocurren ambos en una región del cerebro localizada justo detrás de los ojos.
Kaplan y Harris concluyeron que “la afirmación ‘el sol es una estrella’ y la creencia ‘Jesús nació de una virgen’ son neuronalmente equivalentes”, y en el proceso de decidir entre alternativas, “la gente casi siempre ignora las evidencias que contradicen sus creencias”, sean estas políticas, racistas y nacionalistas.
La noción de la creación del Universo por una Divinidad –por un Principio Supremo– es más sencilla de asimilar y aceptar que las teorías científicas complicadas, como la curiosísima explosión del big bang, que dio origen al universo hace 13.700 millones de años, o la formación inicial de las eucariotas, las células básicas de los organismos complejos, que dieron comienzo a la vida en la Tierra, hace dos milenios.
Las creencias y los pensamientos, repetimos, ocurren ambas en el mismo sitio del cerebro. La raya entre ambos, aunque clara para filósofos, psiquiatras y psicólogos, es muy sutil, cuando no inexistente, para el común de la gente. Los creyentes dan por obvias las aseveraciones de sus dogmas, sin necesidad de ejercer lógica para sacar sus propias conclusiones.
Profesar fe es pues mucho más fácil que pensar, analizar, especular o dudar. Si, además, las doctrinas de mi fe me generan paz interior, me apaciguan dudas, me trazan un camino y me premian con un paraíso… entonces creer en ellas resulta, a más de simple, esperanzador... y, hasta cierto punto, gratificante.
Para cerrar, como ejemplo significativo de nuestra necesidad de creer con sensatez, citamos la frase que una niña de ocho años, dirigió a su respetable y religiosa antecesora: “Abuelita: Yo sí creo en el big bang. ¡Todos somos polvo de las estrellas!”.
GUSTAVO ESTRADA