Uno de los hechos de violencia contra las mujeres que quizá me impresionó más en este final de año 2024 fue el de Gisèle Pelicot, un caso que ocurrió en Francia, lo que nos reafirma que este tipo de violencias no solo atañe a países del sur global sino a todas las regiones del mundo.
Las enseñanzas de este increíble episodio son múltiples. Destacaré primero la valentía de Gisèle, una mujer que no dudó en hacer público su caso, por cierto de una violencia inaudita.
Como ha sido ampliamente divulgado, Gisèle fue drogada durante varios años por su marido, permitiendo que fuera violada por más de 50 hombres, mientras él grababa la escena y cobraba. Sí, es difícil imaginar semejante escenario.
Gisèle, una mujer destrozada pero no vencida, es hoy en Francia una verdadera heroína. El juicio, que acaba de concluir después de cuatro meses, terminó con duras penas (veinte años para su marido, que tiene más de setenta) y otras condenas para los otros abusadores. Pero, como feminista, lo que me impresionó más en esta historia dantesca y casi irreal es este deseo de poseer a como dé lugar, de reafirmar sin cansancio un poderío mediante la violación.
En el juicio no hubo lugar a cuestionar si hubo o no consentimiento, pues Gisèle, drogada y absolutamente inconsciente, no tuvo la posibilidad de resistir. Lo inaudito es que fueron 50 hombres; 50 hombres que no preguntaron nada; 50 hombres que no lo dudaron un solo instante y ejercieron su hombría de manera desproporcionada.
Gisèle, una mujer destrozada pero no vencida, es hoy en Francia una verdadera heroína
Y no creo que fuera su placer sexual el motivo principal de ese ignominioso acto –rara vez la violación busca placer sexual–, no, fue para reafirmar ese maldito mandato de la masculinidad. Y es entonces cuando me impresionan la tenacidad y la resistencia de ese poderío patriarcal mediante la violación que se ejerce a mujeres, adolescentes, niñas y niños en nuestro país como en la gran mayoría de los países del mundo.
No obstante, las feministas hemos trabajado sin descanso: hemos contado, denunciado; hemos explicado, hemos incluso logrado desde hace un tiempo que el Estado mediante sus políticas públicas logre tomar en serio estos asuntos que destrozan la vida de tantas mujeres, niñas y niños.
Hemos gritado en todos los idiomas posibles Yo también, MeToo, lo que permitió que poco a poco la vergüenza y la culpa empezaran a cambiar de bando. Pero, ante la historia escalofriante de Gisèle me invade, nos invade, un sentimiento de fracaso o mejor de impotencia ante la realidad que nos golpea. Impotencia porque esos 50 hombres que participaron en las violaciones eran todos distintos en edades, niveles educativos y trayectorias profesionales. Y esto lo que devela, ante todo, es un férreo pacto patriarcal, un pacto de silencio que se ejerce sobre un cuerpo totalmente inerte. Es tan inmenso el miedo de los hombres ante un posible deseo femenino que genera esta alianza de violencia cómplice que fue una de las características de este juicio histórico.
La violación es una práctica mundial y el subregistro del fenómeno es bien conocido. Muchas mujeres no denuncian por miedo y vergüenza, y el caso de Giséle logro sin duda marcar un precedente al respecto.
Difícil pensar en soluciones concretas. Por ahora requerimos una voluntad férrea del Estado, de las feministas, de las mujeres y sobre todo de muchos hombres para lograr que exista un mundo posible para mujeres, adolescentes, niñas y niños que quieren vivir sin ese miedo de encontrarse un macho en calor en la esquina de su casa, o en su misma casa.
FLORENCE THOMAS
Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad