Para conocer el pasado hemos tenido que hacer grandes esfuerzos. Las culturas desaparecidas dejaron rastros que son difíciles de seguir. Los arqueólogos, con gran paciencia, tanteando entre señales, estilos de cerámica y otros objetos, han logrado reconstruir una historia que probablemente sea cierta. Los antropólogos han usado huesos y cráneos para extender esa historia hasta la aparición de nuestra especie.
Lo que posiblemente sorprenda es el aporte que están haciendo a la historia los avances en el conocimiento científico, en áreas que le son lejanas. Uno importante (mereció un Nobel en 1960) ha sido el cálculo exacto de las edades de restos óseos y de artefactos (y también de fósiles y formaciones geológicas). La metodología usa el contenido de algunos radioisótopos en el objeto estudiado. Los isótopos radioactivos son átomos inestables que se degradan a un ritmo constante y característico para cada uno. El carbono 14 se mantiene constante en los seres vivos, pero cuando mueren se suspende el intercambio con el ambiente y en unos 5.700 años se habrá degradado la mitad (en otros 5.700, la mitad de esa mitad, y así). Con eso es posible calcular edades hasta de 70.000 años.
Otros elementos radioactivos con tiempos de vida media diferentes permiten calcular edades aún mayores. Contamos con ‘relojes’, calibrados para magnitudes de tiempo diversas. Disciplinas lejanas a la historia, como la física y la química, le han proporcionado uno de los mejores instrumentos con que cuenta para definir épocas y edades.
Ya hace 4.700 años empezaron a contar historias muy interesantes, como la Épica de Gilgamesh, sobre un rey que buscaba la inmortalidad.
Los humanos posiblemente surgimos hace 300.000 años en el África subsahariana y migramos por el mundo. Los arqueólogos han tratado de reconstruir esas rutas. Pero la historia de las migraciones quedó grabada en nuestros genes. Con la capacidad de secuenciar los genes, se puede rastrear la aparición de mutaciones en determinados lugares y épocas. Así se pueden definir con precisión las rutas que tomaron nuestros antepasados, y los tiempos que les tomó llegar desde África a lugares remotos como Australia y América. Hoy, pagando unos dólares, cualquiera puede obtener, a partir de unas células de su paladar, las rutas que emprendieron sus antepasados en los últimos trescientos mil años. Otra ciencia, la genética, potencia la historia de manera que no hubiéramos soñado.
La semana pasada, la revista New Scientist traía una nota interesante. Se trata del desarrollo de un sistema de inteligencia artificial para leer tabletas de arcilla con la escritura cuneiforme desarrollada en Mesopotamia hace unos 6.000 años. En realidad, esa escritura se descifró ya hace 165 años, pero solo ha sido leída una fracción de las tabletas. La principal razón es que no muchas personas dominan ese lenguaje. Un aviso clasificado que pida un traductor de escritos cuneiformes en sumerio muy posiblemente no sería exitoso.
El sistema de inteligencia artificial puede traducir masivamente, y con ventajas adicionales. Puede hilar un texto que empieza en tabletas en el Museo Británico, continúa en otras en el Louvre y termina en el Metropolitano. Hay tabletas partidas, algunas descascaradas, y el sistema es capaz de armar los textos como un rompecabezas disperso entre las colecciones y museos de todo el mundo, y reconstruir parte de los vacíos.
Las tabletas en un principio eran de mera contabilidad, pero ya hace 4.700 años empezaron a contar historias muy interesantes, como la Épica de Gilgamesh, sobre un rey que buscaba la inmortalidad. Nuevamente una ciencia lejana, la informática, potencia la historia y le permite hacer lo increíble.
No sé si esto es una paradoja, pero sí es asombroso ver cómo el ascenso en la escalera de progreso de la ciencia nos da una mejor vista sobre la historia.
MOISÉS WASSERMAN