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Esta vez hay que darles las gracias a esos nueve adultos que encarnaron nuestra vergüenza.

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Qué hicimos para merecer otro gobierno en falso. Qué crimen imperdonable cometimos para que nos toque soportar al señor Benedetti. Qué karma estaremos pagando para que la presidencia que esperamos tanto sea ahora otra presidencia que obliga a contar los días que faltan: 616 nomás. Pregúntenles cómo les va a los médicos y a las enfermeras y a los pacientes y a los gestores que resisten el saboteo del sistema de salud “porque la salud es un derecho”. Pregúntenles a los estudiantes qué tal ven el próximo semestre. Pregúntenles qué tanta paz les ha llegado a las víctimas cercadas por la guerra. ¿Es culpa nuestra que gobernar se haya reducido a castigar, a reemplazar la práctica por la teoría, a publicar en vano, a tuitear con fuerza de ley? No. ¿Fue un error craso votar como votamos? No. Pero sí es la hora de decir las cosas como son.
No hay que pedirle perdón al país ni arrepentirse un solo segundo por haber votado por semejantes causas aplazadas. Pero sí hay que darles las gracias a los nueve altísimos funcionarios que empezaron la semana preguntándole al presidente –en un valeroso motín entre nos– qué clase de gobierno no solo calla sino que claudica ante los abusos de Benedetti. Si algo ha hecho falta en este episodio de Colombia es una izquierda crítica, seria, que deje atrás la farsa de empobrecer lo privado para enriquecer lo público, que se resista a creer que contestar es dar un golpe blando, y que se niegue a negar, en el nombre de la lucha, la corrupción que salta a la vista –del hijo, del amigo, del compadre–, y el esperanzador coraje de esos nueve servidores públicos prueba que el progresismo no es una manada que prefiere no ver lo que está viendo el país.
No estamos hablando de nueve defensores de las formas, ni de nueve puritanos que no entienden las sordideces de la política, no, estamos hablando de una izquierda que comprende que lo peor que puede pasarle es perder la autoridad moral. Resulta vergonzoso esconderse detrás de la barbarie verificable de la derecha, por ejemplo, para portarse como la derecha: para maquillar los fracasos y aniquilar a los que levanten la voz. Y en verdad parece un sino haber dado con un gobierno que no bombardea niños, ni dispara a los manifestantes –qué fortuna–, pero que deja morir a los pacientes para probar un punto. Los peores liderazgos se regodean en la idea de que “no se puede hacer tortillas sin romper huevos”, pero cuando son de izquierda, cuando izan la bandera de la igualdad social, de la solidaridad, no solo son sociopáticos, sino indignos.
Hay semanas agotadoras en las que uno se pregunta, mientras escribe la enésima columna, en qué cortina de humo de qué político estará cayendo esta vez: “Que hablen bien o mal de mí, pero que hablen”. Hay semanas colombianas en las que uno sospecha que hablar tanto de estos personajes es perder de vista el país.
Y, sin embargo, esta vez hay que darles las gracias a esos nueve adultos que encarnaron nuestra vergüenza. Colombia, este archipiélago de mundos, está harta de los políticos que responden “¿y qué?”. Colombia necesita una izquierda que honre a la izquierda, que recuerde el pacto con el liberalismo, que deje de tragarse sapos –o sea, deje de disputarse el bajo mundo– con la excusa de que ya viene la derecha, que sepa que las mujeres son la mitad más uno de la democracia, que deje de mirar de reojo a la clase media, que reconozca las luchas ajenas, que tenga la fuerza para superar los dobles raseros, que llame a las tiranías por su nombre, que tenga fe en la tarea de la diplomacia, que sea capaz de asumir el Estado con sus miserias y sus glorias. Colombia necesita un gobierno que defienda lo que este dice defender, pero que de paso sea bueno.

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