No es mala idea. Preguntarle a la gente –tan usurpada– cómo quiere que sea nuestro sistema de seguridad social. Pasar de "encarnar" a escuchar al pueblo. Convocar al electorado, según lo ha dicho el presidente, a una consulta popular que nos devuelva de sus monólogos a las realidades. En las elecciones de 2022, que fueron el fin del fin de los partidos políticos, el cambio histórico de Petro se consiguió 11.291.987 de votos y el cambio histérico de Hernández se llevó 10.580.412: la ciudadanía no sólo anhelaba un Estado compasivo, sino un Estado decente. Y la verdad es que, en medio de semejante pulso entre las buenas y las malas intenciones, y las reivindicaciones y las corrupciones, ni la compasión ni la decencia han terminado de darse en este gobierno que ha sido un colapso nervioso en vivo y en directo.
Que los pacientes estén protestando en las plazas, o sea elevando plegarias urgentes como si ya no fueran ciudadanos, sino sacrificios humanos, huérfanos de gobernantes –"perfiles falsos", los apodó Petro–, prueba que esta presidencia ha sido una suma de promesas rotas y encerronas.
Quizás se echen para atrás apenas sepan cuál es el umbral electoral. Quizás hoy amanezcan con otro arrebato. Quizás un par de personajes turbios hablen de reelección. Pero no es mala idea preguntarle a la gente –tan manoseada– si quiere que cambien las leyes o quiere que se cumplan. Mucho mejor que despertar a los perros bravos de esta violencia. Mucho mejor que entregarles el debate a esas bodegas canceladoras que van a acabar quemando libros. Mucho mejor que gobernar en vivo y en directo. La apoteosis de este Gobierno ha sido una serie de patéticos consejos de ministros transmitidos hasta la náusea, llenos de soliloquios paranoides y de humillaciones a los del gabinete –"hay que pegarse como un moco", repetía el presidente, amargo, en el último show–, que revelan la ruina.
Ver las denuncias morosas e indignadas del exministro Reyes es constatar que la corrupción es una cultura que atraviesa e iguala las ideologías.
Pero buena parte de lo que esta presidencia ha dicho en las pantallas ha sido desmentido por los pantallazos. La promesa de estar a la altura de los ideales de la juventud, que no expiran, pero tienen contextos, ha terminado en necedad sospechosa. La obsesión con ser consistentes, tan propia de quienes no lo son, ha llevado a la frustración. Ver las tomas de pantalla de los chats de Benedetti, de Bonilla, de Ortiz, de Petro, de Pinilla, de Roa y de Sarabia es ver el fiasco: es recordar que WhatsApp no es un confesionario, pero sobre todo es captar la podredumbre. Ver las denuncias morosas e indignadas del exministro Reyes es constatar que la corrupción es una cultura que atraviesa e iguala las ideologías.
Decía el ponerólogo polaco Lobaczewski, investigador del mal, que toda patocracia es el resultado de una cultura: no solo nos tejimos la llegada a la presidencia que tenemos, sino que nos labramos los políticos pantalleros que prefieren narrar a gobernar porque hemos tendido a creer que la solución es cambiar de problema. No es mala idea esa consulta. Mucho mejor que seguirle el paso a un liderazgo irracional. Mucho mejor que pedirle a la gente, en medio de la guerra que estamos viviendo, que proteste contra el Estado en nombre del Gobierno o que se haga matar en favor de una causa vacía. Están tan baratas e incendiarias las posverdades –"el centro es extrema derecha" y "habrá una ruptura con el Congreso", sentenció el presidente esta semana– que sería un alivio volver de la palabrería a la política.
Habrá trumpistas, entre nosotros, que añoren la ley del más fuerte. Pero desde las elecciones de 2022, que contaron nuestro hartazgo, hemos tenido en común la meta de la justicia social. Y no está mal que nos pregunten –quién sabe cuándo– si estas reformas son un avance o un engaño más.