Es el lunes siguiente al partido. Este desconcertante Día Cívico, cumplido a medias, que ha sido decretado para que sigamos teniendo jornadas en común. Todo aquel que haya estado dependiendo en cuerpo y alma de la Selección Colombia –Dios mío: que seamos campeones una vez– está sobreviviendo ahora a la devastadora “resaca futbolera”. Ya no se nos sube la tensión arterial, pero extrañamos la dopamina que pone los líos y las penas en segundo plano. Ya no hay semifinales ni finales que posterguen el mundo: “¿Y ahora qué?”, pensamos, porque sigue la rutina. Y en la bruma del guayabo, que es el alargue del silencio que vino después del gol de Argentina, retumban las noticias que habíamos conseguido dejar para después. Que aquí hay gente capaz de arruinar la tregua del fútbol. Que nuestra política disocia. Que nuestra viveza es un fracaso.
Que arrestaron al presidente de la Federación Colombiana de Fútbol (FCF) “por su instinto paternal”. Que los desquiciados que se colaron al Hard Rock Stadium por los ductos son de acá. Que unos sulfurados gastaron plata en una avioneta que sobrevoló el estadio –en claro fuera de lugar– con una pancarta que gritaba “Fuera Petro”. Que el embeleco constituyente sigue. Que Acolfutpro ha logrado que el Ministerio del Deporte acate la sentencia que defiende los derechos de los futbolistas. Que se nos está yendo el Día Cívico denunciando que nadie, ni siquiera la gente que lo denuncia, recibió en El Dorado al equipazo que tenemos, pero la Selección debió quedar en paz: quién quiere celebrar si el presidente de la FCF va a la cárcel, la hinchada se cuela, la oposición sabotea el cielo de la final y el Gobierno trata de tomarse al pueblo.
Quizás lo más sabio sea, hoy, volver en silencio: no jugarles el juego a los políticos manoseadores ni a las barras capaces de cualquier violencia.
Quizás lo más sabio sea, hoy, volver en silencio: no jugarles el juego a los políticos manoseadores ni a las barras capaces de cualquier violencia. Estamos viviendo uno de esos capítulos del mundo en los que el fanatismo no es la excepción, sino la regla. Cuántos trastornados poseídos por la voz del Dios de las redes, convencidos de que el Espíritu Santo desvió la bala de Trump, empeñados en defender los bombardeos en las zonas humanitarias, enseñados a creer que su violencia no es la violencia, predispuestos a confundir democracia con hipocresía, habrá en este mundo de miles de millones de dramas. Y este es un buen momento para que el fútbol, una disputa en paz, no sólo les pida la renuncia a esos dirigentes que ceban la barbarie de las tribunas, sino que le dé la espalda a esas retóricas violentas que suelen terminar a bala.
Es el lunes después de aquella derrota tan digna. Este borroso Día Cívico, lento como un 25 de diciembre, que prueba que nadie está obligado a amar el fútbol, pero que la gracia de cada partido es que deja una nostalgia que revive a cualquiera: “Qué tal esa jugada de Quintero”. El fútbol enseña a perder, a sujetarse a uno mismo, a decirse la verdad. El fútbol sigue lidiando a sus dueños torcidos –que se vayan, Dios, no más atajos–, pero en el campo de juego, que es una bella tierra de nadie, el respeto no suena de derecha, ni la dignidad parece de izquierda, ni la tradición es cosa de fachos ni la renovación es anhelo de mamertos. En esta época de extremismos e incertidumbres, quién lo creyera, el fútbol ya no es un opio ni una cortina de humo, sino un recordatorio, del pueblo para el pueblo, de que no hay que ser vil ni hay que matarse.
Colombia tiene mucho de país, pero también, de paso, de trastorno. Esta cenagosa jornada cívica, que ha insistido en la unidad de una ciudadanía agobiada por las tarjetas preaprobadas, ha forzado la pregunta de si estamos a la altura del poema nacional que han protagonizado nuestros deportistas. Y la respuesta cambia cada día.
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