Con la noticia de que el fenómeno climático de El Niño está en proceso de debilitarse, comienza a disminuir el nivel de alarma en numerosos países. Lo anterior no quiere decir que la temporada haya estado exenta de sobresaltos, pues las alteraciones persisten.
Basta recordar la destrucción de hectáreas de frailejones en los páramos colombianos, los incendios que devastaron bosques y zonas urbanas en Chile con una lamentable pérdida de vidas, el aumento de los casos de dengue en Perú, la muerte de delfines rosados en el Amazonas o la disminución del nivel del agua que afectó las operaciones del canal de Panamá, para darse cuenta de lo vulnerables que somos. En la medida en que el alza de las temperaturas promedio en el planeta avanza, esos riesgos tienden a aumentar.
Los datos son elocuentes. América Latina y el Caribe, debido a su ubicación primordialmente tropical, es la segunda región del mundo más propensa a los desastres naturales. Desde que comenzó el siglo, se han registrado más de 1.500 que han afectado a 190 millones de personas. No menos inquietante es que la cantidad de eventos extremos casi se duplicó entre 2000 y 2021.
El abanico de afectaciones es amplio. Este incluye inundaciones, tormentas tropicales y huracanes, sequías, temperaturas extremas, incendios forestales, deslizamientos de tierra y daño a las áreas costeras. El costo de las alteraciones es enorme y pasa por unas 100.000 muertes entre 1980 y 2023, además de pérdidas económicas calculadas en 331.000 millones de dólares en el mismo periodo.
Los patrones climáticos oscilarán de manera más extrema hasta tanto no exista una solución definitiva a la acumulación de gases de efecto invernadero.
Tanto el Caribe como Centroamérica han sentido con más fuerza la furia de los elementos. Las naciones andinas tampoco salen indemnes por cuenta de su relieve montañoso y el hecho de que muchos asentamientos humanos se ubican en laderas o las rondas de los ríos. A su vez, la falta o el exceso de agua castiga por igual a todos los países, dando lugar a situaciones de inflación e inseguridad alimentaria.
Todo lo anterior constituye un llamado a la acción, a sabiendas de que los patrones climáticos oscilarán de manera más extrema hasta tanto no exista una solución definitiva a la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Aparte de la disminución de las emisiones de dióxido de carbono, resulta imperativo trabajar en la mitigación, poniendo en práctica el conocido refrán de “es mejor prevenir que lamentar”.
Dicho llamado es todavía más urgente, ante la probabilidad de que ahora retorne La Niña, con sus precipitaciones intensas en territorios como el colombiano. No solo hay que mantener la guardia arriba, sino emprender las obras necesarias para cuidar la infraestructura y preservar la vida de las personas.
Por tal motivo, en CAF nos hemos propuesto financiar inversiones por el equivalente de 15.000 millones de dólares de aquí a 2030 con el propósito de impulsar medidas de adaptación y gestión de riesgo de desastres naturales. Dicho monto triplica la suma que destinamos en los últimos cinco años y confirma nuestra voluntad de ser un actor líder de la acción climática regional. Además, trabajamos en estructurar instrumentos financieros innovadores, como seguros y garantías, para gestionar mejor el riesgo.
Mayor resiliencia, más seguridad hídrica y alimentaria, mejores respuestas a las emergencias y sistemas de monitoreo más eficaces con el uso de tecnologías de vanguardia forman parte del decálogo de acciones que proponemos. De lo que se trata es de romper el círculo vicioso mediante el cual las tragedias causan pobreza y esta, a su vez, es fuente de vulnerabilidad.
Anticiparse a las crisis permitiría evitar el eventual desvío de las apuestas de desarrollo más estructurales por causa de los imprevistos. Urgencias siempre habrá, pero no deben desviarnos de lo importante, algo que comprende contar con una política integral frente a los desastres naturales.
SERGIO DIAZ-GRANADOS
* Presidente de CAF