El reclamo de la población exigiendo ley y orden es más que justo, pero la injusticia no se combate con una injusticia mayor. Aunque la modestia no es lo suyo, no creo que ni en sus sueños más fantasiosos el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, haya imaginado que algún día se convertiría en modelo para otros países latinoamericanos.
Le bastaba, me imagino, con ser conocido como “el dictador más cool del mundo”, como él mismo se definió, pero la fortuna quiso que el presidente que se comunica con sus ministros por Twitter se convirtiera en el político más popular de América Latina, y que su modelo de mano dura para someter a las pandillas en su país amenazara con volverse epidemia.
Una candidata a la presidencia de Guatemala, Sandra Torres, ya anunció que de ganar la presidencia, implementaría la estrategia de Bukele para poner fin “al flagelo de los homicidios, asesinatos y extorsiones en nuestro país”.
En Buenos Aires, la propaganda de Santiago Cuneo, un empresario, político y periodista de extrema derecha con aspiraciones presidenciales, muestra fotos de él con Bukele, en un vano intento por levantar su popularidad.
En Chile, en un sondeo publicado en abril, el 67 % de los encuestados calificó a Bukele como un gobernante excelente, por encima del presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, quien quedó en segundo puesto.
En Ecuador, donde por segundo año consecutivo el país tuvo “una de las tasas de homicidios de más rápido crecimiento en la región”, la prefecta electa de la provincia de Guayas, Marcela Aguiñaga, se reunió con funcionarios salvadoreños “para conocer la política de seguridad de ese gobierno”.
Con la criminalidad convertida en la gran preocupación de América Latina, la demagogia populista e ilegal de los Bukeles va imponiéndose.
En Honduras, la presidenta Xiomara Castro ordenó una ofensiva contra las pandillas similar a la de Bukele, e instauró un estado de emergencia en 162 comunidades con alta presencia de bandas criminales.
En Colombia, la senadora María Fernanda Cabal se declaró iradora de Bukele y una encuesta de Datexco reporta que al 55 % de los colombianos les gustaría tener un presidente como él. En Perú y Costa Rica también ha habido manifestaciones populares para aplaudir las políticas de mano dura de Bukele y exigir su trasplante a sus países.
La política de seguridad de Bukele empezó cuando fracasaron sus negociaciones con las maras. Bukele declaró el estado de emergencia carente de derechos ciudadanos, con censura y sin libertad de prensa, y autorizó el encarcelamiento de más de 7.000 personas, entre las que había criminales pero también vendedores ambulantes, choferes de transporte público, dependientes de tiendas, jornaleros, pescadores, sindicalistas. Todos detenidos al ser vinculados, sin pruebas, a las pandillas. Ahora los militares pueden allanar casas sin órdenes judiciales. Para albergar a los presos, construyó la prisión más grande de América, donde los reos, en calzoncillos, son exhibidos como animales y frecuentemente son torturados. Con el apoyo del Congreso y de las cortes, Bukele ha logrado desarrollar juicios masivos a grupos de hasta 900 presos.
Con la criminalidad convertida en la gran preocupación de América Latina, la demagogia populista e ilegal de los Bukeles va imponiéndose para enfrentar la tasa de homicidios más alta del mundo.
El reclamo de la población exigiendo ley y orden en sus vidas es perfectamente comprensible. Los asaltos, la extorsión, la zozobra y el terror de las bandas criminales son intolerables, pero la injusticia no se combate con más injusticia. Si algo nos ha enseñado la historia es que a las pandillas no se les gana encerrándolas. Si esto fuera así, ya no habría pandillas en el mundo.
Del enorme legado que nos ofrece la civilización de Occidente –la filosofía, el arte, la religión, la música, la literatura–, el respeto al Estado de derecho es lo que garantiza nuestra pertenencia la civilización y nos aleja de la barbarie de dictadorzuelos como Bukele.
SERGIO MUÑOZ BATA