Así como el plebiscito de 2016 dividió al país entre los del Sí y los del No y marcó la campaña del 2018, la decisión del Gobierno de convocar una consulta popular podría volver a enfrascarnos en una discusión binaria, maniquea y polarizante de cara a la contienda del 26. Más que el interlocutor en una conversación plural y nutrida sobre los retos del futuro, el elector no será sino un instrumento de una guerra a dos bandos. Hay detrás de esta puja monosilábica un meticuloso cálculo electoral.
En casi todos los escenarios posibles de la consulta el Gobierno gana. Si el Senado rechaza el llamado a las urnas, se reforzará la retórica del bloqueo institucional y se avivarán las movilizaciones sociales. Si se convoca consulta y no se supera el umbral, pero gana el 'sí', no solo se podrá capitalizar la incompleta victoria, sino que habrá sido una oportunidad para medir fuerzas y conocer el verdadero músculo de convocatoria del oficialismo. Si se supera el umbral y gana el 'sí', la segunda vuelta para el candidato del Gobierno estaría prácticamente asegurada, así como unas robustas listas al Congreso. En paralelo, se trabajarán las bases sociales, se promoverán gestores de la iniciativa y se reducirá el debate público al tema de la consulta, opacando las demás crisis que el Gobierno no ha logrado sortear.
Salvo que el Senado rechace la propuesta del Gobierno, entonces, ambos extremos entrarán en campaña jugando con las reglas que dicte el Ejecutivo.
Los únicos resultados adversos al Gobierno y con efecto demoledor son dos: si no se logra el umbral y gana el 'no', o si superado el umbral el 'sí' perdiera de manera apabullante. Sin embargo, para que estos dos escenarios se puedan materializar, se requiere que la oposición asuma un costo político elevado y opte por –o se vea obligada a– meterse en una campaña con las reglas de juego que impone el Gobierno. La encrucijada no es de menor calibre. Si la oposición no logra hundir la propuesta en el Senado –que sería la única forma de atajar al Gobierno–, tendrá que decidir si le hace campaña al 'no' o impulsa la abstención. En el primer caso, debe explicar por qué rechaza las horas extras, los dominicales y, en general, todas las propuestas que, en sana lógica, para la población son reclamos justos. Adicionalmente, la campaña del 'no' implica convocar a la gente a las urnas ayudándole de manera colateral al Gobierno para que logre el umbral. Ya con el umbral superado, así como una derrota del 'sí' sería celebrada por la oposición como un plebiscito contra el Gobierno, su victoria bien podría catapultarlo políticamente. Es un arma de doble filo con pronóstico reservado. En el caso de que se opte por la abstención, aun cuando el Gobierno no supere el umbral, se le dejaría en bandeja de plata una victoria del 'sí', que para el oficialismo no sería una derrota bajo ningún supuesto.
Salvo que el Senado rechace la propuesta del Gobierno, entonces, ambos extremos entrarán en campaña jugando con las reglas que dicte el Ejecutivo.
En medio quedará la ciudadanía, condenada nuevamente a dividirse entre los del 'sí' y los del 'no'. Terminarán relegados los candidatos independientes, que inevitablemente serán absorbidos por alguno de los dos bandos porque la consulta asfixiará el ya reducido espacio del debate. La democracia quedará sometida a un pugilato bipolar, olvidando que la discusión pública debería ser más plural y mucho más profunda. Se enterrarán las crisis de la salud, del orden público, de las finanzas y de la grosera corrupción rampante.
¿La polarización, otra vez, guía el curso de la nación y consume sus energías en torno de preguntas que por obvias se responden solas y solo son un pretexto para atizar el juego político? ¿Seremos capaces de evitar la reedición del nefasto embudo del 'sí' o 'no', o estaremos destinados al más estéril maniqueísmo, como si el único camino fuera un insólito retorno a la patria boba?