El feminismo ya no se habla en singular, sino en plural. Hablamos de feminismos o también de una expresión que, de hecho, me gusta más, de feminismo en movimiento con sus olas y tsunamis. En fin, un feminismo no muy tranquilo sino agitado por múltiples movimientos y luchas que se abrieron a las diversidades y a la interseccionalidad.
Pero, sin duda, sociólogos y sociólogas, filósofos y filósofas, economistas e historiadoras, todos y todas reconocen hoy que el movimiento feminista en singular debe ser reconocido como el más importante movimiento social de la modernidad, la única revolución triunfante del siglo XX. Una revolución que puso fin a siglos de discriminaciones inauditas y de violencias de toda clase para las mujeres.
La ciudadanía, la educación, la tímida llegada a lugares de poder con una naciente voluntad de paridad, las luchas sin tregua contra las múltiples violencias fueron progresos innegables aun cuando con enormes divergencias de velocidad que siguen ligadas a cada contexto cultural. Es que no podemos olvidar que el feminismo es un movimiento profundamente ligado a la democracia. Una vieja consigna que gritamos en los años 80 fue “democracia en el país, democracia en la casa y democracia en la cama”.
Por supuesto, con mis más de 80 años a cuestas, pertenezco a ese viejo feminismo que no fue tampoco un feminismo tranquilo pero que, sin embargo, tenía una unidad de reivindicaciones que nos permitía reconocernos y compartir luchas, marchas, consignas y vocabularios. Probablemente porque la tarea era desmesurada, pues los ladrillos de ese muro patriarcal eran tan cementados que no nos dejaban tiempo para mirar más allá de lo urgente; es decir, de los derechos básicos, desde los cívicos hasta el a la educación. Todo esto conquistado por una primera ola de feministas, quienes, a veces, ni siquiera se nombraban feministas. Hablo de Esmeralda Arboleda y su pequeño grupo de mujeres en la década de los 50.
Nadie puede negar que este feminismo de mujeres mayoritariamente blancas permitió abrir un borrador de ruta que logró develar tantas violencias, tantas inequidades.
De hecho, mi generación de feministas llega con los años 60, 70 y 80 después de haber leído El segundo sexo y quizás ya inscritas en un contexto impregnado de marxismo y psicoanálisis. Claro, nuestras reivindicaciones se orientaron entonces sobre el cuerpo y la sexualidad, sobre ese derecho a decidir que nos llevaría a maternidades deseadas. También, y no menos importante, entendimos que lo personal era político, lo que nos permitió develar múltiples violencias que se ubicaban en el patio de atrás y en la cama conyugal. Y sí, probablemente somos las abuelas del feminismo como nos lo recordó Magdalena León hace poco.
Quizás cometimos errores; quizás en estos años, cuando apenas iban a nacer nuestras hijas o hijos (que hoy tienen más de 50 años) no pudimos abarcar aun las diversidades. Quizás nuestro feminismo era de mujeres blancas –y sí, claramente lo era–, pero mujeres feministas; no confundamos las dos cosas porque ahora parece que nos toca sentirnos culpables de ser blancas. Yo soy una mujer blanca, soy feminista y, sin ninguna culpa, hoy reconozco que nuestro feminismo fue hegemónico. Así nació.
Pero nadie puede negar que este feminismo de mujeres mayoritariamente blancas permitió abrir un borrador de ruta que logró develar tantas violencias, tantas inequidades y, además, en estos tiempos, tantas barbaries generadas por un conflicto armado que tenía efectos devastadores en la vida de las mujeres y que no nos dejaba ver más allá.
Hoy es el tiempo del reconocimiento de los colores del feminismo, de las diversidades y del nomadismo identitario. Y así sigue su camino revolucionario. Pero que nosotras, las viejas, abrimos camino, abrimos camino, sin duda.
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad