El acto legislativo que –casi en silencio– ha hecho su trámite por el Congreso y es imposible de detener, se convertirá en la más importante reforma constitucional del cuatrienio Petro. Congreso y Gobierno se salieron con las suyas, sin estudio, a la carrera, despreciando la opinión calificada de quienes han manejado la hacienda pública en el país.
Lo hicieron apelando a la emoción. Profundizar la descentralización para corregir los desequilibrios territoriales es una iniciativa importante que no se lleva a cabo incrementando simplistamente un porcentaje y estableciendo unos plazos. No puede dejarse exclusivamente en manos de los políticos. Claro que, por el camino, surgió la necesidad de aprobar una ley de competencias que defina los rubros del gasto del Gobierno central que podrían trasladarse a departamentos y municipios.
Es por donde ha debido comenzarse. Pero con base en un análisis y una discusión seria entre el Gobierno, los congresistas, los gobernadores, los alcaldes, los exministros y los 'economistas'. Aunque estos últimos no agraden al ministro Cristo y a los parlamentarios.
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La discusión me transportó al siglo XIX, cuando se formaba la Nación. Uno de los debates fundamentales fue el de centralismo vs. federalismo. En la Constitución de Rionegro en 1863 se adoptó un sistema federalista extremo, con unos estados "más autónomos que en el modelo norteamericano, que prácticamente dejaron al Gobierno central sin funciones y sin plata (Bushnell David, 2005). El sistema fracasó por las guerras y el caos del orden público, y condujo a la "descentralización istrativa" de la Constitución de 1886.
Se perderá, además, la oportunidad de emprender un trabajo responsable para modificar la organización territorial y fiscal de la Nación.
Los historiadores Marco Palacios y Frank Safford relatan que en 1887 "se reconoció a los departamentos un conjunto de rentas similares a las que recibían los Estados Federales... y las cargas fiscales se redistribuyeron territorialmente. Así, en 1892 los costos básicos de la educación primaria fueron transferidos a los departamentos. La Nación quedó obligada a atender únicamente la educación secundaria y la universitaria. Para compensar a los departamentos por la prohibición de establecer impuestos al tránsito de mercancías se acordó distribuirles el 25 % de los incrementos a los derechos de importación. La penuria fiscal del Gobierno central obligó a suspender la medida en 1896" (Colombia: país fragmentado, sociedad dividida, 2002).
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La historia deja lecciones. Graduar la autonomía y la fiscalidad es complejo. Estos cambios tienen consecuencias macroeconómicas, de orden público y de captura de los gobiernos locales. Más en un país con un desajuste fiscal agudo, inseguridad territorial, narcotráfico y corrupción. No es evidente que la solución sea transferirles dinero a rodos a las regiones y dejar al Gobierno central en la 'penuria' sino garantizar la presencia del Estado –nacional, departamental y municipal– en toda la geografía nacional para promover el desarrollo y la seguridad.
Colombia tiene un problema fiscal de fondo. Los recaudos tributarios nacionales no alcanzan para financiar los gastos de funcionamiento, la inversión y el pago de la deuda. De por sí, la sostenibilidad de las finanzas públicas está en riesgo. Con la reforma, se rompería rápidamente la regla fiscal y se cerraría el del Gobierno al mercado internacional de capitales, lo cual empieza a reflejarse en el costo del endeudamiento y la devaluación del peso. ¿Le añadimos más motivos a la incertidumbre para oscurecer definitivamente el futuro?
Con la aprobación de la reforma por la Cámara de Representantes se perderá, además, la oportunidad de emprender un trabajo responsable para modificar la organización territorial y fiscal de la Nación.