Conservo apenas muy vagos recuerdos de mis primeras lecturas de Mario Vargas Llosa, cuyos artículos se publicaban en la última página de la edición internacional de ABC, entonces un periódico de fino papel cebolla que mi viejo recibía semanalmente.
Pensé que mi memoria me traicionaba, pues sus trabajos de prensa se identifican hoy con sus columnas en El País. Una búsqueda en Google, sin embargo, despejó cualquier duda. Al honrarlo tras su reciente fallecimiento, Luis María Anson recuerda cuando, como director de ABC, Vargas Llosa era uno de sus colaboradores hasta que “vino... Carmen Balcells (la famosa agente literaria del boom latinoamericano)... y me lo arrancó... para llevarlo a otro periódico”.
No es fácil encontrar sus artículos de ABC en internet. Acudí a un amigo español que logró rescatar uno en sus archivos, publicado en 1979, en el que Vargas Llosa rememora los autores que descubrió mientras escribía su primer libro de cuentos en sus años de estudiante en la década de 1950. Es posible que ellos vayan a ser incluidos, si no lo han sido ya, en su obra periodística en cinco volúmenes que Alfaguara comenzó a publicar en 2022 (una colección de sus ‘Piedras de toque’ en El País se encuentra en Desafíos a la libertad, 1994).
La fama internacional de Vargas Llosa, por supuesto, se debe a su trabajo de ficción que le ganó el Nobel literario.
Devoré sus novelas como estudiante. Con mis compañeros en la Javeriana formamos un “grupo de estudio” para intercambiar impresiones sobre Conversaciones en La Catedral, La ciudad y los perros... o La casa verde, una de mis preferidas, cuya fascinante producción Vargas Llosa relata en La historia secreta de una novela. Al llegar a Oxford, en 1981, ingresé a otro grupo de lectura, esta vez convocado por Charles Powell (entonces estudiante de la transición española), para discutir La guerra del fin del mundo, que Vargas Llosa acababa de publicar.
A sus aprendizajes periodísticos añadió los de empleado bancario, antes de dedicarse a la investigación histórica, ‘la mejor experiencia intelectual’ que recuerda de su adolescencia.
En el curso de volverse escritor, apasionado por las letras desde muy temprano, se le “vino a la cabeza la idea de ser periodista” cuando, en el verano de 1951, trabajaba como una especie de mensajero interno en el diario limeño La Crónica –experiencia que narra en su autobiografía El pez en el agua (1993), donde mezcla su vida formativa como escritor con las frustraciones de su campaña presidencial–.
A sus aprendizajes periodísticos añadió los de empleado bancario, antes de dedicarse a la investigación histórica, “la mejor experiencia intelectual” que recuerda de su adolescencia: el historiador Raúl Porras Barrenechea lo contrató para trabajar en la “bibliografía y documentación” para una colección que preparaba sobre la historia del Perú. No es claro si su breve paso por la banca le alimentó la curiosidad por la economía, materia a la que comenzó a dedicar atención desde su estadía como fellow del Wilson Center en 1980.
Su formación en estas y otras disciplinas, como la filosofía política, le permitió a Vargas Llosa sobresalir como el intelectual tal vez más destacado entre la generación del boom latinoamericano.
Sus posturas en defensa del liberalismo, en una época de generalizada hostilidad regional contra el pensamiento liberal, conservan validez. En La llamada de la tribu (2018), Vargas Llosa examina a siete pensadores (Smith, Ortega, Hayek, Popper, Aaron, Berlin y Revel) que le permitieron revalorar la democracia y volverse liberal.
Un repaso de la obra periodística de Vargas Llosa permitiría apreciar mejor su enorme significado intelectual y relevancia, en momentos cuando los valores de la tolerancia, la diversidad y las libertades vuelven a estar bajo seria amenaza.