Va a ser extraño el mundo sin la reina Isabel II de Inglaterra. Los líderes de los dos hemisferios, que se pronunciaron apenas se dio a conocer la noticia de que había muerto, a los 96 años, en su amada residencia en Balmoral (Escocia), coincidieron en palabras como “estabilidad”, “gracia”, “servicio”, “humor”, “unidad” en sus sinceras condolencias oficiales: si alguna vez cambió este planeta, en siglos y siglos de historia de la especie humana, fue desde la Segunda Guerra en adelante –pues fuimos de la radio a la televisión, de la Tierra a la Luna, de las operadoras a los teléfonos inteligentes, de la crisis de los imperios a la crisis de las democracias–, pero la presencia de la reina Isabel II, que se convirtió en personaje mundial, lo hizo parecer un mismo planeta.
Hace apenas unos meses, cuando el Reino Unido celebraba los setenta extraordinarios e inéditos años de su reino, volvió a contarse su vida como se contó ayer: como un relato sobre la entrega seria, disciplinada, a los demás.
Se recordó que, de no haber sido por la abdicación de su tío, el rey Eduardo VIII, la discreta Isabel jamás habría llegado al trono. Que a los 21 años dio, en Sudáfrica, el discurso memorable que se convirtió en su promesa cumplida y su destino: “Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, ya sea larga o corta, estará dedicada a su servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, dijo. Y que a fuerza de apegarse a su papel, o sea, al servicio de su pueblo sobre todas las cosas, logró transformar el desmoronamiento del Imperio británico en lo que llegó a llamarse una nueva era isabelina.
Quizás a su pesar, pues era una protagonista reticente, la reina Isabel II no solo fue una figura fundamental de la historia, sino un ícono de la cultura popular que les sirvió de inspiración a series, películas, obras teatrales.
Isabel II no solo fue una figura fundamental de la historia, sino un ícono de la cultura popular que les sirvió de inspiración a series y películas.
Tuvo cuatro hijos, ocho nietos, doce bisnietos. Visitó cien países. Recibió en su palacio a los grandes artistas, a los principales deportistas, a los mandatarios memorables que marcaron el largo viaje del siglo XX al siglo XXI. Pasaron las guerras, las debacles, las tecnologías, pero ella no se movió de su trono, cara a cara con su gente, en el nombre de su reino.
Durante su extenso reinado, el más largo de la historia, Isabel se reunió, semana tras semana, con quince primeros ministros –de Churchill a Johnson– que tuvieron en común el profundo respeto por su figura. Incansable, trabajó hasta sus últimas horas: el martes pasado encargó a Liz Truss, la nueva primera ministra, de formar su gobierno.
Sin su figura surge un aire de cierta incertidumbre. Ayer, cuando Truss declaró: “Entramos en una nueva era de nuestra magnífica historia, como su majestad hubiera deseado, con las palabras ‘Dios salve al rey’ ”, no solo apareció la pregunta por la relevancia de las monarquías en estos tiempos, sino que se hizo más evidente la dimensión del reto que deberá enfrentar Carlos III, su hijo, para preservar la Mancomunidad de Naciones.
Todo indicaba, ayer, que su imagen seguirá invitando a trabajar por Inglaterra, y su historia, que se seguirá contando, seguirá siendo una parábola a favor de ese país.
EDITORIAL