Se podría pensar que este país adolorido lograba despedir el 2024 sin el impresionante sobresalto de las muertes violentas. Tristemente no lo fue, porque en Aguachica, Cesar, el 29 de diciembre, a pleno mediodía, a la vista de todos, un sicario asesinó a una familia entera, como la del pastor de la iglesia evangélica Príncipe de Paz Villaparaguay, Marlon Lora; su esposa, Yorley Rincón, y sus hijos, Ángela y Santiago. Este último perdió la batalla en el hospital, a donde alcanzó a ser llevado con vida.
Los móviles de esta nueva masacre son materia de investigación por parte de las autoridades. Pero es, en todo caso, una tragedia, otra más, que ha conmovido a esa ciudad, al departamento y al país. Es lógico porque, así se crea que las fibras del dolor de la sociedad se puedan estar anestesiando de tanto verle la cara a la muerte, hay indignación, pues es un hecho repudiable que cuatro de una misma familia que departía la intimidad de un almuerzo hayan sido acribillados en forma fría y brutal.
Esto, mientras había cierto alivio porque, según cifras del Ministerio de Defensa, en el 2024 las masacres –crímenes aleves a personas en estado de indefensión, en número de más de tres– habían bajado un 17 por ciento en comparación con el 2023.
Eso hay que resaltarlo, porque se han salvado vidas. De todos modos, lo sucedido en Aguachica es un campanazo sobre el impacto para la opinión pública que representan estos asesinatos múltiples, que cerraron el año con el broche negro de 78 masacres y 269 muertes.
En este caso es urgente que se esclarezcan las motivaciones y que se capture lo más pronto a los autores materias e intelectuales. Y que entre todos, especialmente desde el Gobierno y con todas las herramientas del Estado, se busque frenar esta desgracia, que tiene muchos detonantes. Pero ninguno justifica el desfile de muertos que estamos viendo.