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Editorial

Necesidad urgente

Ante el desborde de la coca, el Gobierno debe contemplar la aspersión manual de glifosato.

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Por desgracia, el narcotráfico sigue siendo un azote para el país y marca políticas y discusiones. La primicia de este diario sobre un proceso en curso por parte del Gobierno para adquirir un “plaguicida químico de uso agrícola con composición garantizada de ingrediente activo glifosato” por un valor de 7.700 millones desencadenó un debate y obligó al Ejecutivo a destapar sus cartas sobre su política de lucha en este frente en lo que resta del cuatrienio.
Todo en una coyuntura compleja, marcada por el fantasma de una descertificación del Gobierno de Estados Unidos a Colombia por no hacer suficientes esfuerzos en su lucha antidroga. De esto se viene hablando desde hace un tiempo, ha sido motivo de comentarios desde estos renglones, así como de pronunciamientos de distintos funcionarios e, incluso, viajes de delegaciones de alto nivel a Washington. La istración del presidente Gustavo Petro ha intentado mostrar que, a pesar de cifras adversas, que son una realidad, sí ha actuado frente al narcotráfico y la criminalidad ligada a este ilícito negocio.
Cuando se habla de cifras adversas hay que mencionar la disparada de las hectáreas sembradas de coca, que pasaron de 230.000 en 2022 a 253.000 en 2023. Hay que citar también el aumento de la producción de cocaína, que el año pasado creció un 53 %, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas. Al tiempo, y por supuesto, está ligada la disminución de la erradicación forzosa, que el año pasado cayó en un 70 %. Una realidad que ha puesto al Gobierno frente a la obligación de, dicho coloquialmente, “ponerse las pilas” si quiere evitar el colosal costo político y económico de una descertificación. De ahí el anuncio de triplicar, con respecto al 2024, la meta de este año, fijándola en 30.000 hectáreas.
En este frente el Ejecutivo ha tenido que hacer equilibrismo entre su visión del problema, que se enfoca en lo social, y la necesidad de mostrar resultados, no solo para evitar la sanción estadounidense, sino para cortar el flujo de esta gasolina para el crimen organizado, que tiene en jaque al país. De ahí la reacción del primer mandatario cuando se reveló la apertura del proceso para contratar el suministro del herbicida. Petro volvió a insistir en que el camino es el de las transformaciones sociales vía acuerdos con el campesinado de las zonas cocaleras, dejando solo como última opción la fumigación y pensando únicamente en cultivos industriales. La aspersión aérea, un arma del Gobierno durante muchos años, que, si bien trajo consigo logros importantes, produjo también daños ambientales considerables, está limitada por estrictos lineamientos de la Corte Constitucional.
Por supuesto que se debe destacar y respaldar la disposición del Gobierno a fijar metas más ambiciosas. Pero también es cierto que aún no son suficientes ante los récords de coca que alimentan la violencia. Solo hay que ver lo que hoy viven tantas regiones del país cuyos habitantes están en medio de las balas del fuego cruzado, además de la extorsión, los confinamientos, el secuestro y las presiones de todo tipo de parte de los armados que se disputan el control de una economía basada en la abundancia de estos cultivos.
Para que la erradicación sea duradera es clave que los cultivadores estén del lado del Estado. Que se los mire como potenciales aliados de una política a largo plazo de desarrollo y construcción de un proyecto colectivo
Para que la erradicación sea duradera, para evitar la resiembra, es fundamental que los cultivadores estén del lado del Estado. Convertirlos en potenciales aliados de una política de desarrollo a largo plazo. Y para eso se requiere que la Fuerza Pública recupere, como paso previo, el control territorial. Además, dadas las particularidades y la dura realidad de lo que pasa hoy en Colombia, el país debe acudir al glifosato en un contexto de uso manual, terrestre, focalizado y bajo los más estrictos protocolos que eviten daños colaterales a la salud y el ambiente.
El Gobierno no puede prescindir de su uso en esta coyuntura excepcional: debe ser un componente más de su política. Su eficiencia en una tarea tan urgente como la de reducir la coca no puede dejarse de lado. Las nuevas metas fijadas siguen siendo modestas. Y, con todo, alcanzarlas parece utópico a la luz de la manera como el Gobierno ha afrontado el desafío hasta la fecha.
Para ser claros, se habla siempre de soluciones estructurales a las crisis tan complejas que viven hoy regiones como Buenaventura, Catatumbo y Cauca, entre otras. Se dice, con razón, que en esta ecuación ha pesado mucho la ausencia estatal, el abandono por décadas, pero también es real que los poderes que hoy se disputan estas zonas, generando muertes, dolor y zozobra entre la gente, tienen un combustible que se llama cocaína. Y los cultivos abundan. En esa medida, ninguna solución, ni a corto, ni a mediano ni a largo plazo, será viable si el Estado no recurre a todas las herramientas que tiene a su alcance para atacar una de las principales raíces de este flagelo. Y el tiempo apremia.
EDITORIAL

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