Estaba claro que la telenovela Yo soy Betty la fea, escrita por el brillante Fernando Gaitán para el Canal RCN, había sido un fenómeno de audiencia –un fenómeno sociológico, mejor, porque tuvo en vilo, noche tras noche, a cerca de tres millones y medio de colombianos– durante el cambio del siglo XX al XXI.
Lo que nadie tenía entre sus cuentas –no obstante que se hicieran veintitrés adaptaciones internacionales de la historia y que fuera un éxito su transmisión en tantos países del mundo– es que volviera a ser el mismo fenómeno veinte años después.
Hoy en día, la repetición de Yo Soy Betty la fea es el programa más visto en Colombia. Y podría decirse, haciendo un cálculo grosso modo a partir de los 17,4 puntos de audiencia que ha alcanzado en estos días, que en tiempos de streaming ha vuelto a reunir a unos tres millones y medio de televidentes como si siguiera siendo un espejo innegable de nuestra cultura. Todo parece indicar que Betty es aún hoy un catálogo de nuestros arquetipos: los clasistas, los machistas, los abnegados, los avispados, los relegados, los corruptos, los culposos tienen su lugar en aquella oficina típica de esta sociedad.
Como tantos relatos que alcanzan la categoría de clásicos, Yo soy Betty la fea sucede en su propio tiempo y en su propio contexto: finales del siglo XX en una nación que, gracias al humor y al coraje, resiste tantos embates. Pero sus personajes y sus conflictos siguen hablándoles a los espectadores de estos años. Hoy en día resultan imperdonables e impensables muchos de los comportamientos de los jefes y de los empleados de la empresa en donde ocurren los principales eventos de la telenovela.
Y, sin embargo, Betty es el programa más visto otra vez –en la era de los teléfonos inteligentes, del #YoTambién, de las series desoladoras–, porque sigue hablándole al público colombiano de injusticias y de reivindicaciones, de desigualdades y de pequeños triunfos, que son más que suficientes.