En la larga y agitada agenda pública de la nación hay conceptos que de tanto repetirse terminan perdiendo su significado original y acaban totalmente tergiversados. Si se hiciera una encuesta seria entre los colombianos, probablemente saldría que no tienen claro de qué se está hablando cuando se mencionan temas como: "conflicto armado", "paz total" o "gestor de paz".
Cuando se presentó la confrontación violenta entre liberales y conservadores –que terminó en parte con el pacto de impunidad política que fue el Frente Nacional– se decía que el país vivía una guerra civil no declarada, pues casi que por mitades se dividía entre liberales y conservadores.
Lo que aquí describimos como conflicto armado ha sido bien distinto de lo que pasa en otras latitudes, en que esas guerras se producen por factores religiosos, raciales o de dominio territorial para crear o dividir Estados. Aquí, con la curiosa excepción de la "guerra de los Supremos" en el siglo XIX, no nos hemos matado por la religión. Tampoco hemos tenido las guerras raciales de los Estados Unidos en el siglo XIX. Es verdad que subsiste una especie de racismo larvado, pero nunca ha generado guerras.
Con el surgimiento de las guerrillas comunistas en la década del 60 o la nacionalista del M-19 en los 70, apareció una confrontación armada, no entre mitades de la población, sino entre esas guerrillas, que, alegando justificadas causas sociales –o las causas objetivas de la subversión como lo llamara Betancur– querían instaurar un régimen comunista por las armas y derrocar a los gobiernos de turno.
¿Cómo entender que si hay un gobierno de izquierda, como algunos suelen decir, organizaciones guerrilleras sigan en la lucha armada si en su origen tenían la implantación de un régimen de izquierda socialista?
Aun en esa hipótesis, nunca la guerrilla estuvo cerca de tomarse el poder por las armas para cambiar el "modelo económico". Nunca estuvo en riesgo la integridad territorial, pues no hubo la posibilidad de que existieran "dos Colombias", una socialista y otra capitalista, aun cuando en ocasiones lograron golpear militarmente al Estado, bien con acciones propiamente militares como las de las Farc y el Eln, o con actos terroristas hábilmente publicitados como los del M-19.
Ese panorama era relativamente claro hasta que se desnaturalizó el "conflicto" cuando la guerrilla, como el caso de las Farc, se involucró en el narcotráfico o el M-19 comenzó a utilizar el secuestro como arma política con acciones como el secuestro y asesinato de José Raquel Mercado, las tomas terroristas de la embajada dominicana en 1980 o del Palacio de Justicia en 1985.
Sin embargo, el Estado colombiano, a más de la respuesta militar, usó –con éxito en unos casos y fracaso en otros– la negociación para poner fin al conflicto. Varios gobiernos desde Rojas Pinilla hicieron aprobar leyes, expidieron amnistías o decretaron indultos amplios. En verdad, nunca se negoció el sistema económico y social, sino garantías para la reincorporación de los insurgentes a la vida política legal.
Con la parcial excepción del Eln, hoy en día no hay confrontación política armada con el Estado para buscar un cambio en la sociedad; no se quiere sustituirlo sino controlar territorios para adelantar en ellos, sin estorbos, sus actividades ilegales de lucro, como lo menciona a veces en sus intervenciones el Presidente de la República.
Si fuera por amnistías e indultos, Colombia debería ser el país más pacífico del mundo. La primera claridad que debe hacerse es qué se va a "negociar" con esas dispersas organizaciones puramente criminales, sin ideología, sin mando y sin voceros con capacidad de negociación. ¿Cómo entender que si hay un gobierno de izquierda, como algunos suelen decir, organizaciones guerrilleras sigan en la lucha armada si en su origen tenían la implantación de un régimen de izquierda socialista?
Entre las tantas leyes marco para la solución pacífica del conflicto armado está la 418 de 1997, que, entre múltiples instrumentos, creó la figura de "gestor de paz" que permitía que guerrilleros pudieran convencer a sus camaradas de sentarse a negociar. Así se hizo en el gobierno Barco con el M-19. Ese concepto se ha envilecido, pues ahora a cualquier criminal –incluso si su organización no está en negociaciones– se le da el carácter de negociador para que pueda moverse a sus anchas. Hay muchos, pero Mancuso es el ejemplo más claro. Es necesario precisar el concepto de gestor de paz con miras a una paz total de verdad.