Las democracias modernas están fundadas sobre la base de que el bienestar propio está ligado al de los demás. La teoría que las sustenta es simple: la comunidad es más fuerte que el individuo. Por tanto, este último, buscando protección y compañía, sacrifica su derecho natural a imponer su voluntad por la fuerza y a buscar su supervivencia por encima de la de los demás.
Por depender de la voluntad de cada uno de sus , la fuerza de la comunidad está anclada en un terreno frágil. Conserva su poderío solo si los integrantes de la comunidad efectivamente se preocupan por el futuro de sus hijos y por el de los hijos de los otros.
Tres fenómenos del mundo contemporáneo están corroyendo la base que permite una buena vida en sociedad: 1) Nuestro mundo, nuestros problemas y nuestras opiniones son tan inconmensurables que los demás son un estorbo o ni los vemos. 2) Nos olvidamos de nuestras responsabilidades como de una comunidad y de que formar parte de ella implica necesariamente velar también por el bienestar de los demás. 3) El tiempo y el espacio que compartimos se han ido reduciendo, y como consecuencia, han aumentado la desconfianza, el miedo y el enajenamiento.
Para vivir en comunidad hay que poder confiar en la bondad del otro. Confiar en que él o ella también se preocuparán por el bienestar de sus conciudadanos, además del propio. Perder la fe en ese presupuesto equivale a regresar a la ley del más fuerte.
Las desoladoras noticias del mundo y el brusco egoísmo que a diario percibimos en las calles nos llenan de pesimismo. Con frecuencia creemos que nuestra fe en el género humano llegó a su límite.
Pero nuestra alma es maravillosamente resistente. Los fragmentos de las cartas escritas por antiguos esclavos estadounidenses, que la escritora norteamericana Tracy K. Smith recopiló en su último libro de poesía, dan testimonio de ello. En los mensajes dirigidos al entonces presidente Abraham Lincoln se lee una fe en la bondad del otro que ni vivir un infierno pudo quebrar:
“Señor Abraham Lincoln:
Quisiera saber, señor, por favor, quisiera saber si puedo retirar a mi hijo del ejército. Él es todo el apoyo que tengo. Su padre murió, y a su hermano lo hirieron dos veces,” dice una.
“Señor Presidente:
“Mi deseo es ser libre y visitar a mi gente en la costa este. Mi señora no me deja. Por favor, ¿podría usted hacerme saber si soy libre y qué puedo hacer?,” dice otra.
“Su excelencia: nosotros los del batallón 55 de Massachusetts llamamos la atención de Vuestra Excelencia sobre el siguiente asunto:
“Nunca fuimos liberados todavía. Pasamos de la esclavitud a ser soldados y no tenemos nada... Estoy dispuesto a ser soldado y prestar servicio como hombre el tiempo que sea requerido. Pero es desilusionante y difícil ser tratado como un perro... ¿Podría cerciorarse de que los hombres de color que están combatiendo sean tratados con justicia? Debería hacerlo, y hacerlo inmediatamente... Disculpará usted mi audacia, pero, por favor.
“Su respuesta resolverá el asunto y será bien recibida por un hombre de color, dispuesto a sacrificar a su hijo por la Libertad y la Humanidad”.
Sus autores podrían tildarse de ingenuos, pero entonces se pasaría por alto la profundidad humana de estos mensajes. Los escribieron personas a quienes sus compatriotas privaron de su libertad y se negaron a reconocer su humanidad. Sin embargo, no dejaron que estas circunstancias los definieran.