Todas las semanas, cuando me siento a escribir esta columna, paso por varias etapas. La primera, angustia porque aún no tengo claro cuál será el tema. Segunda, presión porque quiero que el contenido sea relevante e interesante. Tercera, emoción y gratitud por tener el privilegio de ‘vociferar’ mis reflexiones sobre la vida.
Por eso no planeo citas ni compromisos en mi agenda; porque ese es mi espacio especial para concentrarme y empezar a escribir.
Y antes de teclear una sola palabra, intento estar consciente de cada emoción y cada pensamiento, pues sé que cualquiera que pase por mi cabeza puede ser el tema del día. Nunca estoy más atenta a mis emociones que cuando estoy a punto de escribir. Es una sensación maravillosa y la disfruto inmensamente.
Sin embargo, recientemente se me ocurrió que este tiempo es el único en el cual me permito estar en silencio. No atiendo llamadas, trato de no mirar redes sociales, no contesto correos y no me dejo interrumpir. Es el único espacio en el cual no me siento culpable por dedicarme a mi introspección. Tengo la excusa perfecta para aislarme del mundo: estoy trabajando.
Ahora me pregunto: ¿por qué será que no me doy la oportunidad de estar en completa quietud, sin que esta tenga una finalidad específica? ¿Por qué me siento culpable si a mediodía decido no contestar correos o si a las seis de la tarde quiero ignorar llamadas?
Quizá la sociedad nos haya convencido de que las personas que sacan tiempo para sumirse en su propio silencio son egoístas o ‘raras’. Las mamás que deciden encerrarse a leer un libro en vez de ‘ayudarles’ a sus hijos a hacer tareas son malas madres; los hombres/ mujeres que al llegar a su casa quieren sentarse en silencio unos minutos seguramente ‘están pensando algo malo’ o, peor aún, no quieren estar con su pareja.
Todo el día, nuestra mente es bombardeada por factores exógenos. Y pocos nos permitimos un minuto de serenidad para entender lo que estamos sintiendo y pensando. Hemos atado el concepto de silencio a la soledad obligatoria o a la tristeza, en lugar de verlo como un derecho o un regalo.
La realidad es que a muchos nos da miedo encontrarnos cara a cara con nuestros pensamientos. Necesitamos de la bulla mundana para no tener que afrontar lo que posiblemente nos agobia. Preferimos ahogar esa voz interior, chismoseando sobre la vida de terceros, hipnotizándonos con la televisión o escondiéndonos en las redes sociales. Evadimos, no afrontamos; hablamos, no escuchamos, y actuamos mucho antes de reflexionar.
Los invito a que se den el regalo de unos minutos de silencio hoy. Stephen Hawking, en su incuantificable inteligencia, dijo alguna vez: “Las personas calladas tienen las mentes más fuertes”.
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