¿No están cansados de fingir alegría por los demás? Y no es que uno quiera que le vaya mal al prójimo, es que internet nos ha acostumbrado a sobreexponer nuestra vida y a esperar que los demás se emocionen igual que nosotros, lo que es imposible.
Publicamos algo y esperamos los likes y comentarios para sentirnos el centro del universo durante un rato; hace sentir que nuestra vida tiene sentido, que no lo tiene. Llegamos acá sin saber por qué y solo nos queda jalar a diario hasta que llegue la muerte. Tampoco hay alargues, nada de reencarnaciones ni vida eterna; fallecemos y no nos encontramos con nuestro creador ni nos quedamos merodeando por ahí, al menos no como nos enseñaron las religiones. Somos energía, pero no entes que recorremos las habitaciones que solíamos habitar cuando vivíamos.
Necesitamos reconocimiento, sentir que somos parte de algo; también está la piquiña de la fama, de ahí que las revistas de chismes fueran las más vendidas en su momento: todos queríamos saber qué hacían los personajes que seguíamos por televisión. Ahora, con los impresos en cuidados intensivos, las redes sociales son las revistas de farándula y están llenas de personas con ínfulas de vip.
Porque ahora tratamos de vender como extraordinaria lo que es una vida común y corriente, por eso llenamos nuestros perfiles gritando que nos graduamos, adoptamos una mascota, corrimos una media maratón o fuimos al mar. Y bien por nosotros que cumplimos nuestros sueños, pero eso le ocurre también a media humanidad.
Somos la fotocopia de la fotocopia de la fotocopia, ¿por qué entonces nuestras vidas comunes deberían ser consideradas únicas?
Conozco a alguien que no para de documentar todo lo relacionado con su hijo recién nacido. Primero, nos compartió su prueba de embarazo, luego fuimos tan afortunados que nos mostró semana a semana cómo le crecía la barriga, algo nunca antes visto en la historia de la civilización. Después nos enseñó mueble a mueble la nueva habitación, nos mostró el parto (faltaba más), y cuando se creía que el tsunami iba a parar, ahora nos cuenta el día a día: cuando hace siesta, cuando lo amamanta y cuando le saca los gases. No sé qué sentirá el resto, pero yo agradezco que desde ya nos esté contando de qué piensa disfrazarlo en Halloween.
A favor suyo hay que decir que no hizo fiesta de revelación de sexo, que es lo más idiota que se han inventado. Papitos y mamitas: a nadie le importa si lo que van a tener es niño, niña o alien, así que resuelvan ustedes sin involucrarnos. Llámenme obsoleto, pero la duda del género del bebé se puede resolver llamando al doctor.
La gente se casa y se sobreactúa compartiendo los preparativos, la ceremonia y la fiesta, y dice que es el día más feliz de su vida, lo que significa implícitamente que le espera un matrimonio de mierda, y comparte también el certificado de votación. Votar es como botar la basura: requiere un mínimo esfuerzo, pero por alguna razón creemos que son actos memorables: “Yo ya voté, resuelvan ustedes los problemas de la sociedad”, o “Ya separé aprovechables de residuos, que los otros salven el planeta”. Lo que estamos haciendo es volver digna de iración cualquier mediocridad.
Cuando alguien pregunta por qué no imprimen más billetes para acabar la pobreza, la respuesta es que mientras más dinero hay, menos valioso es. Pues hace setenta años éramos dos mil quinientos millones de personas, hoy somos ocho mil y en treinta llegaremos a diez mil; somos la fotocopia de la fotocopia de la fotocopia, ¿por qué entonces nuestras vidas comunes deberían ser consideradas únicas? Y está bien que los humanos no somos una divisa y que la vida es un milagro que debe ser cuidado y respetado, pero en términos prácticos la ley de los billetes debería aplicar para las personas, porque si todos somos especiales, entonces nadie es especial. Si todos escalamos el Éverest, deja de ser la montaña más alta del mundo para volverse una colina que se puede subir una tarde soleada un domingo cualquiera.
ADOLFO ZABLEH