Estamos siendo testigos de una trama mitad trágica, mitad ridícula, pero no es nada fácil prever el final. Esta presidencia mareada, que a ratos suena a reivindicación postergada y a ratos parece un maniqueo e incansable grupo de WhatsApp, ha querido reducirnos a caricaturas de su angosto relato: todos, según nos dicen día a día, somos trabajadores o esclavistas, hijos de García Márquez o hijos de la codicia, multitudes o masas, petristas o nazis. Se está librando una batalla entre dos irreconciliables modos de entender el mundo, nos repiten, la batalla entre el bien y el mal que promete el Apocalipsis en la Biblia, hasta que solo queden en pie los seguidores de Dios o los seguidores de Satanás. Y no es verdad. El Gobierno, que tiende a marchar contra las otras ramas del poder, se ha jugado la vida de todos por esa parábola en blanco y negro, pero no es verdad.
Podría decirse que la camarilla que nos gobierna está librando una "batalla cultural" para quedarse con nuestra historia: todo era caos, sí, las tinieblas cubrían el abismo, hasta que llegó el Gobierno del cambio a parirnos tal como teníamos que ser. El discurso arrebatado que lanzó el presidente el Día Cívico en la plaza de Bolívar, una antología de nostalgias en la que volvió a manosear tanto a los tiránicos aurelianos como a las siniestras mariposas de Cien años de soledad, podría venir del trumpismo más bíblico porque no solo predijo una gloria paradisíaca por los siglos de los siglos, sino que quiso devolvernos a una época en la que –a punta de propaganda– podía decretarse la realidad. Ya no se trata de gobernar ni de cumplir la democracia, sino de imponer una versión de los hechos. No es fácil.
Ya no nacemos azules o rojos. Somos innumerables e irrepetibles e impredecibles.
Se les atribuye a varios desilusionados, desde un historiador de 1746 hasta un primer ministro de 1948, la sentencia "la historia es escrita por los vencedores". Nada se ha dicho de vencer a fuerza de escribir la historia. Resulta fascinante que en este gobierno, tan ciego a su propia violencia, se llame "periodismo pago" al periodismo en contra, "bloqueo institucional" a la oposición y "saboteo" a la corrupción, y que tantos seguidores no solo se lo crean, sino que reciten la balada de ese último revolucionario al que no dejaron gobernar. Y, sin embargo, no es fácil, en esta era sin glorias, apoderarse del relato. Pueden tuitearlo hasta la náusea e insultar a aquel que ose ponerlo en duda. Pero ni siquiera el evangelio uribista, tan abrumador, tan popular, fue para siempre.
No, no hay un pulso de vida o muerte, a esta hora, entre dos formas de joder al país. No estamos volviendo atrás, hasta 1969, cuando Rodolfo Aicardi cantaba "mariposas amarillas que vuelan liberadas" entre los traumas del bipartidismo. El mundo de 2025 es mucho más complejo que eso. Ya no nacemos azules o rojos. Somos innumerables e irrepetibles e impredecibles. Vivimos en el mismo país que convive con su guerra, pero es un país que queda en este mundo. Vemos las costuras de los discursos veintejulieros. Sabemos que los villanos en Cien años de soledad, si existen, son los fanáticos, los hipnotizadores de sí mismos. Nos ha malogrado e intimidado la gritería de las redes sociales, pero no estamos resignados a que unos cuantos influenciadores se apropien de la causa de la justicia social.
Por qué este Gobierno era tan importante: porque no solo era una oportunidad de desmontar el lenguaje de la violencia que solo vemos en los otros, sino de hacer las paces con la historia de todos.
Por qué se siente esta desazón: porque el trastorno ha hecho imposible la transformación.
Y la lección es que todo está en manos nuestras: que estamos demasiados viejos para esperar que estos políticos tan resabiados lideren la compasión.