La vida no es una meta ni un destino, es un proceso. Un viaje que se navega por luces y sombras, por aguas tranquilas y corrientes turbulentas. “El mismo viento que rompe tus naves es el que hace volar a las gaviotas”, nos recuerda el poeta chileno Óscar Hahn. El reto, en últimas, es aprender a navegar y disfrutar la travesía.
Con frecuencia ponemos el valor de las cosas en el lugar equivocado, generalmente ligado al dinero o al poder. Sin embargo, el mejor regalo que nos ofrece la vida es la capacidad de sentir. Esa facultad intangible, infinita y gratuita que nos permite experimentar todo tipo de emociones que nos conectan profundamente con la esencia humana. Sentir amor moviliza un torrente de sensaciones que dan significado a la experiencia de estar vivos. Algo similar ocurre cuando sentimos empatía, comprensión, compasión, paz, gratitud, alegría, etc. Incluso las emociones secundarias, que implican un proceso cognitivo moldeado por la vida en sociedad –vergüenza, culpa, orgullo, envidia, ansiedad, desprecio, aburrimiento, nostalgia, etc.–, son parte fundamental de lo que nos hace humanos, aun cuando no siempre tengan una connotación positiva.
Pensar es otro de los grandes privilegios que nos ofrece la vida. Con el pensamiento uno puede hacer cuanto quiera: imaginar, soñar, crear, borrar, transformar, etc. Es un espacio libre, gratuito y soberano, donde se puede hacer presente lo ausente y lo inexistente puede tomar forma. Gracias a esta capacidad intelectual hemos sido capaces de moldear el mundo y avanzar como humanidad. Pensar también es una herramienta introspectiva que nos permite reflexionar sobre nuestras fortalezas y seguridades, al tiempo que tomamos conciencia de nuestras fragilidades, vulnerabilidades y contradicciones. Todo depende de cuán honestos seamos en nuestras conversaciones internas.
La mayor riqueza de los seres humanos no está, como suele creerse, en el dinero o el poder, sino en la salud, el tiempo, las libertades y la compañía.
La vida también se trata de hacer. Además de sentir y pensar, se trata de actuar: tomar riesgos, emprender un camino y avanzar en alguna dirección. Es este un llamado a ser protagonistas, no espectadores, de nuestra propia historia. Es muy diferente cuando nos perdemos en la cotidianidad, dando vueltas en círculos, que cuando caminamos con un norte, un propósito, un “para qué”. A la larga, la dirección termina siendo más importante que la velocidad, porque lo que da sentido al trayecto es el camino mismo.
La mayor riqueza de los seres humanos no está, como suele creerse, en el dinero o el poder, sino en la salud, el tiempo, las libertades y la compañía. En un mundo que vive en constante frenesí, es verdaderamente rico quien puede definir cómo invertir su tiempo y aprovechar sus libertades. A menudo nos enfocamos más en las restricciones –económicas, políticas, sociales, etc.– que en las libertades. Sin embargo, aunque no sean evidentes, el mundo está lleno de libertades. Pensar y sentir son dos de las más grandes, pero también lo es la forma como asumimos las circunstancias. Ganamos libertad cuando perdemos el miedo a cómo nos juzgan los demás y cuando nos damos permiso para equivocarnos. En un mundo lleno de soledades es acaudalado quien tiene con quién disfrutar la travesía.
Aquello que realmente llena de significado la vida –sentir profundamente, pensar con libertad y vivir con propósito– está al alcance de todos. No conoce límites, no distingue estratos sociales ni ideologías, no exige permisos de nadie; como el sol, brilla para todos igual. Al final, uno se da cuenta de que no se trata de romper muros, sino de buscar grietas por donde entre la luz. El valor está en cómo recorremos el camino, qué sembramos en quienes nos acompañaron y, sobre todo, en qué tipo de persona nos convertimos.