La vida es lo que hacemos con ella. El futuro no es lo que va a pasar, sino aquello que decidimos construir. De ahí la importancia de hacer un alto en el camino y preguntarnos en qué estamos invirtiendo nuestro tiempo y hacia dónde nos estamos dirigiendo. Si bien uno no decide cómo empieza la historia, sí tenemos el poder para incidir en cómo termina. En últimas, lo que importa es en qué tipo de persona nos convertimos.
En un país como el nuestro, atrapado en una narrativa de tragedia constante, tener claro el horizonte nos da dirección. Pero en momentos de crisis profunda, cuando la orilla se ve muy lejana, también paraliza. Concentrarnos en lo que está a nuestro alcance y sobre lo que tenemos incidencia, por pequeño que sea, es la decisión correcta.
Dispersar los esfuerzos y distraerse con señuelos ayuda poco. Quejarnos de la realidad que nos tocó vivir, esperar a que otros actúen o a que el tiempo resuelva es renunciar a nuestra propia capacidad de transformación. La respuesta a por qué la humanidad permitió que hechos tan espantosos como el Holocausto ocurrieran está en que las personas renunciaron a verse a sí mismas como agentes del cambio y determinadores de su futuro. La inacción –ya sea por impotencia, indiferencia o complicidad– es una decisión, y la vida se compone de decisiones, una detrás de la otra. Aunque no lo parezca, no hacer nada también es una decisión de hacer algo, que nos deja cómodamente instalados en la mediocridad, y, por lo tanto, se convierte en una forma de fracaso.
Muchas veces lo importante no termina siendo el resultado, sino la forma como enfrentamos la situación.
Cuando todo parece desmoronarse, la fortaleza mental juega un papel fundamental. Imposible olvidar a los músicos de la película Titanic, quienes, en lugar de gritar y desesperarse ante semejante tragedia, decidieron seguir tocando. Aunque con la música no podían cambiar su destino, acudieron a una de sus mayores libertades: la forma como podían reaccionar ante sus circunstancias. Se trata de elegir seguir soñando y haciendo en medio de la tormenta.
Esta búsqueda de propósito y acción individual no es solo un asunto personal, también es un llamado para nuestra sociedad. En Colombia, desde hace rato elegimos lamentarnos y esperar a que todo cambie cada cuatro años. Casi sin darnos cuenta, depositamos la esperanza de transformación en un tercero: el gobernante, y las pocas decisiones que tomamos giran en torno a asuntos electorales. El miedo, la victimización y la visión de que tenemos derechos infinitos de alguna forma nos han paralizado y nos han hecho perder perspectiva, libertad y capacidad de agencia, impidiéndonos actuar desde nuestro propio eje de influencia y posibilidades, para que la realidad del país y sus formas de vida cambien.
La vida es un acto de equilibrio constante. Muchas veces lo importante no termina siendo el resultado, sino la forma como enfrentamos la situación. Si escondemos la cabeza dentro del caparazón, como la tortuga, o si le ponemos el hombro a construir juntos, como las hormigas. Al final, lo que realmente importa no es lo que logramos o acumulamos, sino las semillas que sembramos y el tipo de persona en la que nos transformamos durante el proceso. Después de todo, el "ser" termina siendo más relevante que el "hacer".
La vida es esa compleja obra que escribimos sin guion. El futuro no es un destino que nos espera, sino un lienzo en blanco que nosotros mismos pintamos. Disfruta más la travesía el que se atreve a soñar, el que elige caminar en medio de la tormenta sin perder la esperanza; quien, pese a sus temores, se da permiso de equivocarse al intentarlo, y tiene claridad sobre hacia dónde está caminando, así como el por qué y el para qué de su recorrido.