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Opinión

¿Dejar quieto para conservar?

Es cierto el reclamo de defensa ambiental, pero es igualmente legítimo el de una ciudad que crece.

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De las estrategias y programas de conservación de la naturaleza, se pueden distinguir dos filosofías básicas contrarias. Una, con toda la apariencia de ser muy lógica y muy virtuosa, es dejarla quieta; la otra, por el contrario, es intervenirla activamente pero con programas de restauración y reparación.
La primera filosofía produce mucha simpatía y atrae el apoyo de la opinión pública. Tiene algunas virtudes: supuestamente permite que los ecosistemas se regeneren con su dinámica propia; en apariencia es mucho menos costosa y, en principio, evita la posible introducción de especies invasoras que alteran los equilibrios naturales.
Pero tiene limitaciones graves que provienen de la prosaica realidad. Esta solución tiene más virtud que conocimiento, o mejor, que reconocimiento de otras necesidades y puntos de vista. Así, frecuentemente produce efectos perversos que promueven lo que querían evitar.
El caso del ambientalismo es especialmente complejo. Los ingenieros ambientales, ecólogos, geólogos y naturalistas han estudiado mucho esos problemas. Saben calcular probabilidades y pueden proyectar las consecuencia positivas de sus iniciativas y también los eventuales efectos secundarios negativos. Sus planes son generalmente cuidadosos, y diseñan pruebas piloto, o al menos esquemas de seguimiento, que permiten alertar con prontitud si algo sale mal. Ponen en la balanza intereses variados y contrarios, y sus propuestas son equilibradas entre esos intereses.
Un acuerdo sensato de intervención con reglas ambientales acordadas sin duda sería mejor que dejarla a riesgo de invasiones y deterioro.
Estoy seguro de que si en el reciente 'Instructivo por medio del cual se establecen los lineamientos para el ordenamiento ambiental de la Sabana de Bogotá' se reunieran a discutir las autoridades de desarrollo con ese tipo de ambientalistas que mencioné, encontrarían soluciones, tal vez más costosas pero que permitirían el desarrollo de la ciudad (que significa bienestar de ciudadanos) con medidas protectoras y restauradoras efectivas.
El problema es cuando cada grupo discute por separado, y peor aún cuando el grupo de ambientalistas es dominado por personas que se 'autotitulan' como tales, con muy buenos sentimientos pero pocos conocimientos formales, lo que deriva en posiciones fundamentalistas e inflexibles.
Las limitaciones de las políticas de 'dejar quieto para conservar' son muy evidentes: desconocen la presión de una población humana con intereses y necesidades legítimos; dificultan los programas de restauración activa y tienen inmensas dificultades para su cumplimiento real. Es totalmente cierto el reclamo de defensa ambiental, pero es igualmente legítimo el de una ciudad que crece y se expande y de ciudadanos que quieren viajar menos tiempo a su trabajo y vivir en mejores condiciones.
Un ejemplo muy cercano es nuestra reserva Van der Hammen. No es un 'bien ancestral', tiene apenas 13 años. En este tiempo han surgido varios proyectos de intervención que no han sido aprobados por la 'necesidad de conservar'. La realidad hoy es que tiene 404 predios privados, en ella se han establecido desde colegios y universidades hasta clubes de golf, empresas de flores y de maquinaria pesada. En 13 años solo se han recuperado 52 hectáreas, el 3,7 % del total. Un acuerdo sensato de intervención con reglas ambientales acordadas sin duda sería mejor que dejarla a riesgo de invasiones y deterioro.
La decisión de un juzgado de exigir una nueva negociación sobre el instructivo es correcta. Ojalá esta se diera sobre todo entre profesionales (ecólogos, geólogos, ingenieros ambientales y otros así) y entre autoridades urbanas responsables y sensibles a las necesidades de protección ambiental. No tengo dudas de que saldría algo que no sería la exigencia inicial de ninguno de los grupos, pero sí la 'segunda opción' para ambos.

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